Serie: Demostrando la existencia de Dios

Dios y el problema del mal

Respondiendo a Epicuro

Por Jonatan Medina

Serie: Demostrando la existencia de Dios

Dios y el problema del mal

Respondiendo a Epicuro

por Jonatan Medina

Sin duda alguna, la objeción más común, de todas las que se le hacen al teísmo en general y al cristianismo en particular, radica en el problema del mal. Por la misma razón, quizá sea este el argumento que más vale la pena responder. Desde tiempos antiguos, se ha venido planteando la incompatibilidad entre un Dios justo y bondadoso y la evidente existencia del mal en el mundo. Pero, a decir verdad, la duda no solo viene de las mentes más escépticas, sino también de las nuestras. La pregunta es más que legítima: ¿cómo puede Dios, siendo amoroso y todopoderoso, permitir tanto dolor, sufrimiento e injusticia?   

Estamos aquí ante la famosa paradoja de Epicuro. La tradición filosófica ha adjudicado a este filósofo griego el haber sido el primero de los pensadores que se planteó el problema de la siguiente manera:

¿Es que Dios quiere prevenir el mal, pero no es capaz? Entonces no es omnipotente.

¿Es capaz, pero no desea hacerlo? Entonces es malévolo.

¿Es capaz y desea hacerlo? ¿De dónde surge entonces el mal?

¿Es que no es capaz ni desea hacerlo? Entonces, ¿por qué llamarlo Dios?

Básicamente lo que la objeción está sosteniendo es que los atributos de la omnipotencia, la omnisciencia y omnibenevolencia divina son lógicamente incompatibles con la realidad del mal. ¿Cómo responder ante esta crucial cuestión? El filósofo y apologista William Lane Craig propone una pertinente observación antes de comenzar a resolver este asunto. Dice él que es importante distinguir entre el problema emocional del mal y el problema intelectual del mal. Identificar esta diferencia nos puede ser muy útil pues muchas veces el rechazo emocional que nos produce la idea de un Dios, que parece estar cruzado de brazos ante el mal, puede oscurecer el debate intelectual. Y es que, este tipo de objeción toca fibras tan sensibles que el corazón puede llegar a nublar la propia mente. Seguramente se nos podrán ofrecer buenos argumentos que a nuestra razón le parezcan plausibles; sin embargo, el dolor que nos produce el mal haría que no estemos dispuestos a aceptarlos. Ahora bien, Craig no está tratando de quitarle importancia al problema emocional. De hecho, al fin y al cabo, es la dificultad emocional la única que más nos importa y es la que más vale la pena atender. Sin embargo, él propone que pongamos por un momento entre paréntesis nuestras emociones y nos preguntemos si hay razones filosóficas suficientes para afirmar que existe incompatibilidad sustancial entre Dios y el mal.

Habiendo dicho esto, podemos empezar abordando el problema del mal desde tres distintas perspectivas: la ontológica, la moral y la existencial. 

El Dios cristiano, entonces, no solo nos ofrece una respuesta filosófica ante el problema del sufrimiento, sino que va mucho más allá: nos ofrece una experiencia de vida, pues Él mismo sufrió. 

La ontológica nos lleva a preguntarnos sobre el meollo del problema: ¿qué es el mal? Deteniéndonos a pensar un momento, nos daremos cuenta que cada vez que intentamos definir el mal, antes estaremos definiendo el bien. Entonces… ¿existe realmente el mal? Como dice Dante Urbina, el mal en sí «no tiene consistencia ni realidad ontológica. En consecuencia, su “existencia” no puede ser atribuida a Dios del mismo modo en que se le atribuye la existencia de un planeta o una piedra. No es un “algo” con ser propio que ha sido positivamente creado por Dios. Más bien se trata de la privación o deficiencia del bien» (1). Es decir, antes que ser una esencia real e existente, el mal es más una falta de bien. ¿Podemos definir la mentira sin antes identificar la verdad? ¿Podemos definir la injusticia sin antes identificar la justicia? ¿Podemos juzgar lo que es traición sin antes entender la lealtad? ¿La crueldad sin la amabilidad? ¿El sufrimiento sin la felicidad? ¿El odio sin el amor? Nos percatamos, entonces, que el mal solo cobra su sentido en tanto sea la privación de algún bien. Ya lo decía C.S. Lewis: «Mi argumento en contra de Dios era que el universo parecía ser muy cruel e injusto (2). ¿Pero cómo conseguí esa idea de justo e injusto? Un hombre no puede llamar una línea torcida a menos que no tenga alguna idea de una línea recta. ¿Con qué estaba comparando este universo cuando lo llamaba injusto?». Siguiendo el razonamiento de Lewis, cuando nos quejamos del mal e injusticia en el mundo, estamos dando por sentado la realidad de un Bien absoluto; es decir, la definición de Dios. Así, irónicamente, cuando el hombre cuestiona la compatibilidad de Dios y la existencia del mal, está suponiendo inconscientemente la propia existencia de Dios. Vale señalar que no estamos diciendo que no existen actos intrínsecamente malvados o moralmente malos. Lejos estamos de tal nocivo relativismo. Estamos diciendo que, si bien existen acciones que, sin lugar a dudas, son moralmente malas como la crueldad, la mentira o el asesinato; todas ellas no son malas por sí mismas, sino en cuanto suponen la privación de algún bien: la dignidad, la verdad, la vida.

Ahora bien, esta primera aproximación ontológica nos sirve como una primaria respuesta a Epicuro, al dejar en claro que el mal per se no existe. Sin embargo, esta perspectiva no termina por resolver todavía la pregunta de fondo: ¿por qué Dios, si es bueno y todopoderoso, permite eso que ya sabemos que es el mal? 

Entramos, de esta manera, a la segunda perspectiva del problema: el mal moral. Antes de responder, resulta pertinente «pasarle la pelota» al ateo y preguntarle cómo es que define lo que está «bien» o «mal» desde su cosmovisión atea. A saber, el ateísmo bien entendido es estrictamente materialista. Espíritu, consciencia, moralidad, etc. son conceptos más bien culturales o convencionales con fines de supervivencia, no son realidades existentes, ya que todo lo que existe es solo la materia. Pues bien, ¿cómo es que, desde esa perspectiva, se puede afirmar que algo está «bien» o «mal» moralmente hablando? ¿Cuál es el estándar aquí para hacer tales juicios éticos? Solo en un universo en el que existen absolutos, tiene sentido hablar del bien y el mal como valores universales. Pero en la cosmovisión atea las acciones que cometemos no son más que resultados biológicos de nuestra naturaleza. Así, por ejemplo, el filósofo ateo Michael Ruse admite que «la posición de los evolucionistas modernos es que la moralidad es una adaptación biológica, […] es solo una ayuda para la supervivencia y la reproducción y cualquier significado más profundo es ilusorio (3)». Lo incoherente es que, al momento de filosofar sobre la moral, el ateo se torna quisquilloso y relativista, pero al instante de hablar del problema del mal, no demora en proclamar muy solemnemente que Dios y El Mal son incompatibles. Mágicamente, ahora el Mal se ha vuelto un absoluto.

Luego de «pasarle la pelota» al ateo, debemos recuperarla nosotros, pues a decir verdad seguimos sin resolver el problema de fondo. Solo hemos puesto en jaque la visión materialista del asunto, pero sigue pendiente el compatibilizar la existencia de Dios con el mal moral en el mundo. Es aquí que el libre albedrío entra en escena. En la cosmovisión teísta y especialmente cristiana, Dios ha creado libremente el mundo con el fin de que sus criaturas lo amen libremente también. Pues resulta que una condición necesaria para el amor -y por tanto para el bien- es la libertad. Si programásemos un robot para que nos ame, ¿pensaríamos que lo hace de verdad? ¿Pensaría lo mismo una mujer de un hombre que la ama porque ha sido predeterminado y mecánicamente programado para ello? Si no tuvo otra opción más que amarla, ¿la amaría de verdad? Desde luego que no. Para que haya amor debe también existir la posibilidad de no amar. Dios ha querido que el hombre lo ame en pleno uso de su libertad, y en consecuencia está incluida la posibilidad de escoger no amar. ¿Y qué son los actos inmorales sino un constante no amar a Dios y a los demás? Cualquier mal moral implica la ausencia de amor. Por eso San Agustín decía: «ama y haz lo que quieras» pues sabía que, si todo lo que hacemos, lo hiciéramos con amor, ningún mal moral procuraríamos. 

Alguien podría objetar: ¿Por qué Dios simplemente no acaba con el mal moral y nos hace a todos buenos? Pues bien, resulta que, si Dios atendiese tal petición, simplemente dejaríamos de existir como seres humanos pues no solo necesitaría eliminar nuestras malas acciones, sino también nuestras malas intenciones. C. S. Lewis lo explica brillantemente: «Podemos, a lo mucho, imaginarnos un mundo en que Dios a cada instante corrigiera los resultados del abuso del libre albedrío por parte de sus criaturas, de manera que una viga de madera se volviera suave como el pasto al ser usada como arma, y que el aire rehusara obedecerme si yo intentara propagar ondas sonoras portadoras de mentiras o insultos. Pero en un mundo así, las acciones erróneas serían imposibles y, por tanto, la libertad de la voluntad sería nula» (4). Así entonces, si Dios tuviera que eliminar el mal, tendría no solo que acabar con nuestros malos actos, sino con nuestros malos pensamientos y malas intenciones. De hecho, son muchas veces las malas intenciones, más que los propios malos actos, lo que realmente nos mortifica y son la razón por la que condenamos más un acto. 

Un delito culposo, por ejemplo, recibe menos sanción por el simple hecho de no haber llevado la intención de cometer un daño. En cambio, ese mismo delito podría recibir mayor condena si es que fue hecho con dolo y deliberado enseñamiento. En tal sentido, para que Dios acabe con el mal, tendría que quitarnos la voluntad y la conciencia; es decir, dejaríamos de ser humanos. Seríamos, por tanto, seres programados solo para hacer el bien sin la posibilidad de elegir. ¿Diríamos entonces que realmente haríamos el bien? Cuando juzgamos que alguien ha hecho algo malo o algo bueno es precisamente porque damos por sentado que se ha tratado de un acto libre y consciente. En conclusión, para que haya verdadero amor y bien en el mundo, el «precio» que Dios está dispuesto a pagar es que también exista la posibilidad de personas libres que hagan el mal.

Por último, llegamos a la tercera perspectiva que pareciera ser la más complicada de resolver: el mal existencial. Cuando hablamos de este tipo de mal básicamente estamos hablando del sufrimiento y del problema del dolor. Algunos escépticos, un poco más perspicaces, se dan cuenta que el libre albedrío ciertamente puede resolver el problema del mal moral. Entienden que, si Dios no siempre interviene para impedir, por ejemplo, el asesinato de un inocente, es porque respeta la libertad de sus criaturas. Sin embargo, existen situaciones en las que el libre albedrío no está involucrado en absoluto y aun así, el ser humano sufre las consecuencias del mal. Una súbita enfermedad, un desastre natural, un fatídico accidente, son todos eventos que no implican la libre elección de los hombres y aún así estos pueden verse gravemente afectados. ¿Cómo es que Dios, sabiendo que estos eventos pasarán y pudiendo evitarlo, muchas veces no lo hace? 

Parece que en esta ocasión la existencia de Dios sí está puesta a prueba. Pues bien, podemos empezar acudiendo a San Agustín que ya en los primeros siglos de la Cristiandad nos daba una primera respuesta: «Porque el Dios todopoderoso […] por ser soberanamente bueno, no permitiría jamás que en sus obras existiera mal, si Él no fuera lo suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir un bien del mismo mal» (5). Efectivamente, Dios mismo puede utilizar el sufrimiento como un medio para perfeccionarnos moralmente y lograr un mayor bien. ¿Acaso no es común escuchar de alguien que, si no hubiese sido por tal experiencia dolorosa, no hubiera crecido ni se hubiera convertido en la mejor persona que es ahora? 

El sufrimiento, de hecho, puede ser más bien la escuela por la cual maduramos y crecemos como seres morales. Por lo general, son más bien las personas que no han tenido roce con algún tipo de sufrimiento -sea físico o del alma- quienes nunca llegan a superarse como seres humanos. Podría objetarse que no toda persona se hace mejor con el sufrimiento. Hay otros que, luego de sufrir, se resienten con la vida y se apartan todavía más de Dios. Podemos decir que precisamente aquellas personas no calificarían como realmente buenas al no haber soportado la prueba del dolor, mientras que las que sí lo hacen ciertamente las juzgaríamos como mejores. En ese sentido, cuando sufrimos sin razón aparente, por alguna desgracia que no escogimos, no es Dios quien se pone a prueba, sino nosotros.

Por otro lado, el sufrimiento puede servir para hacernos recapacitar que estamos alejados de nuestro fin último. El mismo C. S. Lewis lo expresa de la siguiente manera: «Todos hemos notado qué difícil es volver nuestros pensamientos a Dios cuando todo está bien. […] Consideramos a Dios de la misma manera que un aviador considera a su paracaídas: está allí para las emergencias, pero espera que nunca tenga que usarlo. 

 

Ahora bien, Dios que nos ha hecho, sabe lo que somos y que nuestra felicidad está en Él. Sin embargo, no la buscaremos en Él, mientras nos deje otro recurso donde podamos buscarla. Mientras aquello que llamamos “nuestra propia vida” se mantenga agradable, no se la entregaremos a Él. ¿Qué puede entonces hacer Dios en beneficio nuestro, sino hacer “nuestra propia vida” menos agradable para nosotros y quitar las posibles fuentes de falsa felicidad? Es justamente aquí, donde la Providencia divina parece en un principio ser más cruel, que la humildad divina, la condescendencia del Altísimo, merece mayor alabanza». (6) Ciertamente, aquí Dios merece incluso mayor admiración pues siendo Él tan Bueno y Perfecto, se humilla para recibir de nosotros ese amor que tantas veces se lo damos como último recurso. Si Él en verdad fuera orgulloso y cruel, rechazaría nuestro amor tan contaminado de convenidas intenciones. Pero Él es tan humilde que usa el sufrimiento para hacernos volver a la fuente de la verdadera felicidad y cuando tomamos conciencia de eso hasta nos sentimos agradecidos. Como decía el popular predicador protestante del siglo XIX Charles Spurgeon: «he aprendido a besar la ola que me lanza contra la Roca Eterna». Es aquí que es necesario entrar un poco en el terreno de la apologética cristiana para cerrar la respuesta de manera satisfactoria. Y es que Dios irrumpe en la historia humana justamente como prueba de un Dios que se humilla para conquistar al hombre y al mismo tiempo nos demuestra que puede usar el sufrimiento para sacar un bien mayor. 

¿No fue acaso el Calvario el mayor de los sufrimientos que un hombre pudo padecer? Cristo no solo sufrió los más terribles dolores físicos en todo su cuerpo, sino también el dolor de la traición y sobre todo el dolor al tomar consciencia de todos los pecados cometidos por todos los hombres a lo largo de la historia, desde los más leves hasta los más espeluznantes, para luego cargarlos pacientemente sobre su cruz, por amor. En esta ocasión Dios sacó de tan terrible mal el mayor bien de todos: la salvación del mundo.

El Dios cristiano, entonces, no solo nos ofrece una respuesta filosófica ante el problema del sufrimiento, sino que va mucho más allá: nos ofrece una experiencia de vida, pues Él mismo sufrió. Cuando sintamos un dolor físico o del alma, podemos contemplar el crucifijo y no tardaremos en escuchar: «hijo, tranquilo, yo te entiendo: yo sé lo que es sufrir». Aquí es que podemos abrir el paréntesis de nuestras emociones que menciona William Lane Craig y obtener respuesta al problema emocional del mal. Y es que a decir verdad cuando estamos pasando por una experiencia de intenso dolor, quizá lo último que necesitamos son respuestas filosóficas. Todo lo que queremos es consuelo, compañía y un abrazo. 

Las respuestas podrán venir después, pues Cristo es justamente ese Buen Compañero que nos abraza y nos consuela, supliendo no solo nuestra mente, sino también el corazón. Y no solo con la Buena Noticia de su Cruz, sino con la grandiosa promesa de la Resurrección, pues Él nos asegura que, si bien es cierto el mal, con toda su injusticia, su crueldad y su dolor, sigue perdurando en el mundo, llegará el día en que no existirá más. La promesa de la vida eterna junto a Él implica precisamente la eliminación final del mal. En efecto, Epicuro no llegó a ver la película completa. El problema del mal puede resolverse finalmente con una alternativa que él no podía sospechar: Dios en definitiva, acabará con el mal y entonces quedará reinando solo el Sumo Bien y si hemos pasado la prueba justamente ante el mal moral y el mal existencial, podremos participar eternamente de Él.

1

 Dante Urbina, ¿Dios existe? El libro que todo creyente deberá (y todo ateo temerá) leer, 2016, p.188

2

 C. S. Lewis, Mero cristianismo, Primera edición Rayo, 2006.

3

Arvind Borde, Alan Guth y Alexander Vilenkin, “Inflationary Space-Times are Incompleted in Past Directions”, Physical Review Letters, n° 90, 2003, pp. 151-301.

4

 C. S. Lewis, El problema del dolor, Magdalen College, Oxford, 1940, p. 12.

5

 San Agustín, Enchiridion de fidem spe et caritate, 11, 3.

6

 C. S. Lewis, El problema del dolor, op. cit., p, 40.

Por Jonatan Medina