Desde que el hombre empezó a filosofar, una de las preguntas más trascendentales que se ha hecho –si no la más– radica en la existencia de Dios. Desde los filósofos griegos hasta nuestros días, muchos han llegado a la conclusión de que debe existir una primera causa de todas las cosas. Así, por ejemplo, el Primer Motor de Aristóteles sería más tarde llamado por el propio filósofo como Dios. Siglos después, Santo Tomás de Aquino lo llamaría motor inmóvil y lo usaría como primera vía para demostrar su existencia. Esta clase de pruebas serían luego categorizadas por Immanuel Kant como el «argumento cosmológico». El filósofo prusiano, en su famosa obra Crítica de la razón pura, se dedicó a criticar las posibilidades racionales de la existencia de Dios, tanto con el famoso argumento ontológico de Anselmo de Canterbury como con el mencionado argumento cosmológico. El ontológico –que no vamos a defender aquí– parte de la propia idea de Dios para demostrar que él debe existir necesariamente. El cosmológico, en cambio, parte del mundo conocido, de nuestra experiencia sensible y de la razón para llegar a la conclusión final de la existencia de Dios. Pero como acabamos de ver, tanto con Aristóteles como con Santo Tomás, más que un solo y único argumento se trata de una categoría de argumentos que parten del conocimiento del cosmos para finalizar en un ser metafísico como Dios. Es así que en la teología medieval islámica, más específicamente en la tradición Kalam, un tipo de dialéctica religiosa, se produciría un argumento cosmológico que siglos después sería traído de vuelta a la fama por el filósofo estadounidense William Lane Craig. Hablamos del popular «argumento cosmológico Kalam».
Algún escéptico podría llegar a admitir que ciertamente «algo» causó el universo, pero que ese algo no tiene que ser necesariamente Dios, sino simplemente una fuerza ciega o energía creadora. Pues bien, resulta que si empezamos a desmenuzar las características necesarias de ese algo, nos daremos cuenta de que más que de un algo, se trata de un alguien.
Este argumento ha pasado a ser uno de los más usados por apologistas teístas contemporáneos en el debate sobre la existencia de Dios. Si bien es cierto, creemos que hay mejores argumentos que este como lo son, por ejemplo, las cinco vías tomistas o el propio argumento moral, el «kalam» resulta ser bastante persuasivo a la hora de iniciar una demostración racionalmente plausible de la existencia de Dios. En su libro The Kalām Cosmological Argument, Craig hace una defensa moderna del argumento que va más o menos así:
1. Todo lo que comienza a existir tiene una causa
2. El universo comenzó a existir
3. Por lo tanto, el universo tiene una causa
Empecemos con la primera premisa. Efectivamente, tanto la experiencia cotidiana como la evidencia científica confirman que todo lo que comienza a existir tiene una causa. Ex nihilo nihil fit, «de la nada nada sale» sostenía Parménides ya algunos siglos antes de Cristo. Precisamente la nada, que por definición es el no-ser, no puede producir el ser, puesto que si lo hiciera, entonces tendría ya un rol operante en la realidad y en ese preciso instante ya estaría siendo algo en lugar de nada. Por tanto, la sola razón nos dice que todo lo que empieza a existir debe tener necesariamente una causa. Pero además, la propia cotidianeidad nos lo dice también cuando vemos que todo lo que ha empezado a existir no aparece de la nada, sino por una causa eficiente distinta a lo que acaba de empezar a existir. Si lo que ha comenzado a existir viniese de la nada, ¿por qué no vemos eso suceder todo el tiempo? Ahora bien, es importante observar que en todo momento se ha dicho que todo lo que comienza a existir tiene una causa, no que todo lo que existe tiene una causa. Porque si así fuese, estaríamos diciendo que, si Dios existe, entonces él también debería tener una causa. Aunque el tema de la causalidad será tratado a mayor profundidad en un artículo sobre la segunda vía de Santo Tomás de Aquino, vale la pena detenernos un momento en este malentendido. Fue por este detalle que, por ejemplo, Bertrand Russell concluyó a sus cortos dieciocho años que «si todo tiene que tener una causa, entonces Dios debe tener una causa» (1), llegando a abrazar el ateísmo hasta su muerte. Pero no estamos diciendo que «todo lo que existe tiene una causa», sino todo lo que comienza a existir tiene una causa. Y esto acaba de ser demostrado.
Vayamos a la segunda premisa. Para negar que el universo haya tenido un comienzo, muchos ateos afirman que este es eterno. El mismo Russell decía que el universo simplemente ha estado siempre ahí, mientras el famoso astrofísico Carl Sagan aseguraba que «el cosmos es todo lo que fue, es o será jamás» (2). Pero podemos demostrar, con lógica y ciencia, que esto no es verdad. Empecemos con la lógica. Si el universo ha existido siempre, ello supondría que el tiempo ha sido infinito también. Por lo tanto, tendríamos que aceptar la existencia de un pasado infinito. Pero tal cosa es imposible. Como escribe Dante Urbina en su libro ¿Dios existe?: «un tiempo infinito que ha transcurrido es un tiempo infinito que ha terminado pues lo pasado es lo que ha terminado. Pero, ¿no es acaso lo infinito, lo eterno, aquello que no termina? ¿cómo puede haber un infinito terminado, un eterno ya pasado?» (3). El tiempo mismo supone la necesidad de un pasado, de un presente y de un futuro, pero si el universo fuese eterno, tales nociones temporales no existirían, lo cual evidentemente no sucede. El propio David Hilbert, uno de los más reconocidos e influyentes matemáticos de los últimos tiempos, decía que «el infinito no es algo que pueda ser encontrado en la realidad, ni existe en la naturaleza ni provee una base legítima para razonar, la tarea que toma el infinito es solamente el ser una idea» (4). En ese sentido, el infinito no es más que una creación de nuestra mente que no existe en la realidad conocida. Como demuestra el propio William Lane Craig, el infinito llevado a la realidad llevaría a resultados evidentemente contradictorios, como lo acabamos de ver con el caso del tiempo. Alguien podría objetar en este momento: «tu argumento es auto contradictorio, pues si tú mismo estás admitiendo que lo infinito no es real, entonces Dios tampoco lo es, porque por definición él es infinito y eterno». Esta podría parecer una objeción más o menos convincente, pero lo que estamos diciendo es que lo infinito y eterno no es algo propio de la realidad natural, mientras Dios, por definición, no es propio de la realidad natural, sino de lo sobrenatural.
Abordando ahora este tema desde la evidencia científica, ciertamente podemos saber que el universo ha tenido un comienzo y no es que sea eterno. Así, por ejemplo, está la famosa teoría del Big Bang que goza de un importante consenso científico, la cual plantea que el universo tuvo un inicio hace aproximadamente 13,7 millones de años a partir de una «Gran explosión». Esto quiere decir que en un punto específico del pasado toda la materia y energía, con el espacio y tiempo en ellas, comenzaron a existir con la singularidad del Big Bang. Por otro lado, nos encontramos con la Segunda Ley de la Termodinámica o también llamada Ley de la Entropía que nos dice que la cantidad de entropía del universo tiende a incrementarse con el tiempo, de tal modo que llevará eventualmente a la «muerte térmica» del mismo. Esto implica que el universo no puede ser eterno pues de haberlo sido tal muerte térmica ya habría sucedido.
Así es que, por medio de la filosofía y de la ciencia misma, llegamos a la conclusión final del argumento que sentencia que el universo tuvo que tener necesariamente una causa. Como apunta el astrofísico Paul Davies «la venida del universo, tal como es discutida en la ciencia moderna, no es simplemente cuestión de imponer algún tipo de organización a un estado previo desordenado sino literalmente la venida a la existencia de todas las cosas físicas desde la nada». Esto es conocido como creatio ex nihilo; es decir, una creación a partir de la nada misma. Pues bien, si ya sabemos que en la realidad natural lo infinito y eterno no existe, pero esta misma realidad natural empezó a existir, entonces ya podemos ir dilucidando el tipo de características que debió haber tenido esta «nada». Como vimos líneas arriba, «de la nada nada sale», entonces debemos concluir que esa causa no pudo haber sido la nada, sino algo. Aquí es que algún escéptico podría llegar a admitir que ciertamente «algo» causó el universo, pero que ese algo no tiene que ser necesariamente Dios, sino simplemente una fuerza ciega o energía creadora. Pues bien, resulta que si empezamos a desmenuzar las características necesarias de ese algo, nos daremos cuenta de que más que de un algo, se trata de un alguien. ¿Por qué? Porque, en primer lugar, esa causa debe haber sido inmaterial pues fue por ella que recién empezó a existir la materia. En segundo lugar, debe ser también atemporal ya que existía antes de que el tiempo lo haga; es decir, es eterna. Luego, tiene que ser también poderosa pues tuvo la increíble capacidad de crear todo lo que vemos y aun lo que no vemos. Y finalmente debe ser personal, en tanto tiene las características de la persona: intelecto y voluntad. Una fuerza ciega no tiene la capacidad de decidir, en cambio, esta causa decidió crear algo con diseño y coherencia como lo es el universo. Esto demuestra que más que un algo aleatorio o azaroso, se trata de un ser con capacidad y libertad de decisión; es decir, de un alguien. Pues bien, ¿cómo es que llamamos a la fuerza o al ser inmaterial, atemporal, eterno, todopoderoso y personal? Precisamente Dios. Por tanto, Dios existe.
1
Bertrand Russell, Por qué no soy cristiano, Ed. Edhasa, Barcelona, 1979,p. 10
2
Carl Sagan, Cosmos, Random House, New York, 1980, p. 4
3
Dante Urbina, ¿Dios existe? El libro que todo creyente deberá (y todo ateo temerá) leer, Primera edición 2016, p. 77
4
Citado por: William Lane Craig, ¿Dios existe?, debate con Anthony Flew, 50°
aniversario del debate Copleston/Russell, 1998.