¿Es demostrable la existencia de Dios?

Por Jonatan Medina

¿Es demostrable la existencia de Dios?

En nuestro camino de fe es muy probable que nos encontremos con personas que, sean cuales sean sus motivos, cuestionen las enseñanzas más elementales de nuestra religión. Los escépticos un tanto más hábiles no suelen contentarse con poner en jaque doctrinas o preceptos de nuestra fe particular, sino que van al origen mismo del asunto: la existencia de Dios. Por ello, es más prudente capacitarnos primero para defender la sola existencia del Dios que adoramos, antes que hacerlo con cualquier creencia específica de nuestra fe católica. Simple: porque si Dios no existe, entonces Jesús no es Dios hecho hombre, y si Jesús no fue Dios hecho hombre, la Iglesia que fundó en verdad no es más que un ingenioso invento de sus seguidores. Es conveniente, entonces, estar preparados para, en primer lugar, demostrar razonablemente la existencia de Dios ante escépticos, sean de la clase que sean. Sin embargo, incluso antes de pasar a este asunto, puede que nos encontremos con esta incómoda pero válida pregunta: ¿es demostrable semejante cosa? En este artículo no intentaremos demostrar la existencia de Dios, sino argumentar que su existencia sí es de naturaleza demostrable.

Hoy en día es más común encontrarnos con agnósticos que con abiertos ateos. El hombre postmoderno, decepcionado de las falsas promesas de la diosa Razón de la Revolución Francesa y del fallido cientificismo del siglo XX, no se atreve más a sostener que se pueden hacer juicios de valor y de verdad absolutos. Por ello, son más quienes prefieren ni afirmar ni negar la existencia de Dios que quienes lo rechazan deliberadamente con elaborados argumentos. Tanto el creyente como el ateo tienen la carga de la prueba: ambos deben demostrar con plausibles razones por qué es que creen en Dios o no. El agnóstico, en cambio, tiene una posición en apariencia más humilde, pero bastante más cómoda y perezosa: no dice ni contradice, simplemente afirma que tal cosa no puede saberse. Así, por ejemplo, Ludwig Wittgenstein sostenía que la cuestión de Dios es totalmente ajena al pensamiento filosófico y que de ella no se puede hablar, sino más bien se debe callar. El agnosticismo, entonces, deja atado de manos tanto al creyente como al no creyente, pues si de Dios no podemos saber nada, debemos simplemente aceptar la fe –o la falta de fe– sin dar lugar a la razón. De esta manera, incluso el propio ateísmo sería no más que una «fe» al revés; es decir, la confianza ciega en que Dios no existe.

Sin embargo, esta clase de pensamiento guarda en sí mismo una grave contradicción. Si decimos que de Dios no podemos saber nada, ya estamos diciendo que sí podemos saber algo: que de Dios no podemos saber nada. ¡Y esto no sería nada, sino algo! Quien afirma tal cosa no solo caería en una inmediata contradicción, sino que además tendría que pasar a demostrar por qué es que afirma que de Dios no puede saberse nada. Lo más común es que alegue que como el concepto de Dios es metafísico, entonces no puede ser demostrable. Pero este argumento resulta ser fácilmente refutado con ejemplos de cuestiones metafísicas en las que sí confiamos y a las que solemos apelar día a día. Una de ellas, es el propio pensamiento. La mente no está dentro del campo de la física ni de las ciencias duras. La neurociencia puede explicar cómo funciona nuestro cerebro, pero no puede explicar por qué es que podemos producir un pensamiento que consideramos racional. La propia razón y la conciencia son conceptos que escapan de la física y no obstante confiamos en ellas diariamente. Si solo confiásemos en cuestiones que podemos percibir por medio de nuestros cinco sentidos, entonces ni siquiera podríamos confiar en lo que pensamos y juzgamos como razonable. Como diría C.S. Lewis: «Si no puedo confiar en mi propio pensamiento, por supuesto, no puedo confiar en los argumentos que guían al ateísmo, y por lo tanto no tengo razón para ser un ateo o cualquier otra cosa». Precisamente, la propia afirmación «no podemos saber nada sobre Dios» no es más que un pensamiento que quien lo dice está juzgando como razonable, pero si lo único que podemos conocer con certeza razonable son cuestiones que caen en el campo de la física, este mismo argumento se caería automáticamente. Y no solo este argumento, sino como apunta Lewis, cualquier otro. Todos nos volveríamos locos pues, ya que nuestro intelecto no es físico sino metafísico, no tendríamos razón para conocer y confiar en nada, salvo en lo que podemos ver, oír, oler, tocar o gustar. Pero aun así, el pensamiento racional sería necesario para confiar en nuestros sentidos pues sería por medio de un proceso deductivo –que es propio de la mente y no de los cinco sentidos– que concluiríamos que el mundo sensible es real. No le faltaba razón, entonces, a Descartes cuando llegó a su famosa sentencia: «pienso, luego existo».

“Nos damos cuenta, pues, de que el escéptico que suele afirmar que de Dios no podemos saber nada y que su existencia ni siquiera es demostrable, suele tener una confianza casi ciega en la ciencia y en el mundo sensible cuando ellos mismos necesitan de la propia lógica y filosofía para poder ser confiables.”

Mas no solo el intelecto es una cuestión metafísica en la cual podemos confiar razonablemente, sino también como ya se ha dicho, la propia conciencia. Día a día hacemos juicios morales hacia otros y hacia nosotros mismos. Así pues, es irónico que el mismo hombre postmoderno que sostiene que no existe verdad ni moral absoluta viva juzgando diariamente qué está bien y qué está mal. Y es que el hombre no solo es un «animal racional» como decía Aristóteles, sino también un animal moral, y de hecho no puede dejar de serlo. Crea o no en un estándar moral absoluto, el ser humano siempre vivirá haciendo juicios de valor. Pero una vez más, la conciencia no puede ser vista ni puesta en un tubo de ensayo para ser analizada. Se trata de un concepto estrictamente metafísico. ¿Acaso por esto no podemos confiar en ella? Una cosa es que en algunas circunstancias dudemos si estemos haciendo bien o mal, y otra muy distinta es que dudemos de que exista una facultad que nos permita discernir precisamente qué está bien y qué está mal. Esta facultad es llamada conciencia y es gracias a ella que muchas veces nos sentimos culpables de algún mal cometido, nos arrepentimos, pedimos perdón e intentamos enmendarnos. ¿Existirá alguien que piense que por no ser la conciencia una entidad física, entonces no podemos guiarnos por ella? Y si es que existe, ¿nos parecería una persona razonable? Más bien diríamos que todo lo contrario.

Finalmente, el propio amor es otra cuestión que escapa del mundo físico y solemos apelar a él constantemente. Ninguna ciencia dura puede explicarlo y aun así es la palabra y concepto más buscado por el ser humano. Si bien es cierto, el amor se manifiesta por medio de acciones concretas que podemos percibir con nuestros sentidos, trasciende con creces el campo de lo sensible y afecta directamente nuestros pensamientos, sentimientos y voluntad; es decir, eso que llamamos alma. ¿Cómo podemos estar seguros de que existe algo como el amor? ¿Pueden la física o la química demostrarlo? Una vez más, todo lo que pueden hacer estas ciencias es explicar cómo funciona nuestro cerebro cuando nos enamoramos o nos sentimos amados, pero no podrán explicar por qué es que tenemos la capacidad de amar o el deseo de ser amados. La ciencia solo puede estudiar el mundo natural y sensible tal y como lo conocemos. Para las cuestiones del pensamiento, la conciencia, el bien y el amor entran más bien en el campo de la filosofía. No faltará algún cientificista que se atreva a sostener que incluso la filosofía no es más que pura palabrería y que lo único que podemos conocer y saber con certeza es aquello que pueda ser demostrado por el método científico. Pero como suelen refutar los apologetas teístas, este argumento se auto refuta a sí mismo pues la propia afirmación «solo podemos conocer aquello que es demostrado por el método científico» ¡no puede ser demostrado por el método científico, sino que se trata de una presuposición filosófica!  

Nos damos cuenta, pues, de que el escéptico que suele afirmar que de Dios no podemos saber nada y que su existencia ni siquiera es demostrable, suele tener una confianza casi ciega en la ciencia y en el mundo sensible cuando ellos mismos necesitan de la propia lógica y filosofía para poder ser confiables. Por otro lado, nos damos cuenta además de que si podemos confiar razonablemente en cuestiones que escapan del mundo físico como el intelecto, la conciencia y el amor, entonces podemos hacerlo también con el concepto de Dios pues precisamente entra en esta categoría. Él no está para entrar al laboratorio, pero sí para entrar a nuestra mente y por medio de ella, evidenciarnos su existencia. San Pablo ya lo decía claramente: «Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad, de forma que son inexcusables» (Ro 1, 20). Sin embargo, una cosa es que Él pueda ser conocido por medio de lo que el mundo sensible revela a nuestro intelecto y otra muy distinta es que Él esté limitado a nuestra razón. Tal racionalismo teológico debe ser rechazado. Si bien es cierto, la razón puede ayudarnos muchísimo para llegar a creer en Dios, Él la trasciende de tal manera que es necesaria la fe para iluminarla. Y aún con el uso de la fe iluminando la razón, no llegaremos nunca a comprender de manera plena y absoluta a un ser como Dios, pues Él está por encima de nuestra capacidad intelectual, por más desarrollada que esta sea. Mas esto no quiere decir de ninguna manera que no sea posible comprenderlo de manera razonable y que por tanto su existencia sí sea una cuestión de naturaleza plenamente demostrable.

1

 Cf. Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus, 1921. Citado en: ¿Dios existe? El libro que todo creyente deberá (y todo ateo temerá) leer de Dante Urbina.

2

 C. S. Lewis, Mero cristianismo, Editorial HarperOne, 2006.

Por Jonatan Medina