La idea de Dios es tan antigua como el hombre mismo. No ha habido civilización en la historia que no haya tenido algún tipo de culto religioso o algún dios al que adorar. Desde los yaganes en la Tierra del Fuego hasta las sectas modernas más extravagantes, el hombre parece estar conectado, de una u otra manera, a la cuestión religiosa. Por esta misma razón es que muchos escépticos han llegado a postular que, como ser en sí mismo, Dios no existe, sino que se trata de un invento que el ser humano se ha hecho, ya sea para poder explicar aquello que no comprende o para satisfacer alguna necesidad emocional. Así es que en el siglo XIX el filósofo alemán Ludwig Feuerbach publicaría su famosa obra La esencia del cristianismo, en la que sostendría lo siguiente: «Así como el hombre piensa, así como él siente, así es su Dios; este es el valor que tiene el hombre y este es el valor que tiene su Dios. La conciencia de Dios es la conciencia del hombre que tiene de sí mismo, el conocimiento de Dios es el conocimiento del hombre que tiene de sí mismo. […] el hombre hizo adoración de su propia esencia». Básicamente lo que está diciendo Feuerbach es que Dios no es más que una proyección psicológica del hombre, una idea de la psiquis humana, y en última instancia, un reflejo antropológico de sí mismo. Dios no ha creado al hombre a su imagen y semejanza, como dice el Génesis, sino que ha sido el hombre quien ha creado a Dios conforme a su propia imagen. ¿Cómo responder ante esto?
No podemos negar que en muchas ocasiones el hombre posee conceptos subjetivos de Dios y por tanto tiende a proyectar sus propias ideas acerca de lo que quisiera que Él fuese, más que someterse a lo que realmente es (sobre todo en tiempos posmodernos como los nuestros). Pero de este hecho no se sigue que Dios no exista objetivamente. Argumentar que Dios no existe porque los seres humanos proyectan sus características o carencias en Él, sería tanto como decir que el agua es un invento de nuestra mente porque tenemos sed, cuando de hecho es precisamente al revés: porque existe el agua es que nuestro cuerpo tiene necesidad de ella. ¿Quizá porque existe Dios es que nuestro espíritu tiene sed de Él? Podríamos atrevernos a sugerir esta idea que es con la que San Agustín abre sus famosas Confesiones cuando escribe «nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti», pero este no sería un argumento probatorio para la existencia de Dios (ni es lo que San Agustín pretendía hacer). De hecho, la objeción de la proyección psicológica no sirve ni para negar ni para afirmar a Dios. Reducirlo todo a la pura subjetividad de la psiquis obvia la pregunta de fondo: ¿realmente existe Dios, independientemente de que lo necesitemos o no? La verdad no depende de si el hombre la busca o no la busca, de si la requiere o no la requiere. La verdad es, queramos o no conocerla.
Argumentar que Dios no existe porque los seres humanos proyectan sus características o carencias en Él, sería tanto como decir que el agua es un invento de nuestra mente porque tenemos sed, cuando de hecho es precisamente al revés: porque existe el agua es que nuestro cuerpo tiene necesidad de ella. ¿Quizá porque existe Dios es que nuestro espíritu tiene sed de Él?
Hemos de decir entonces, que esta objeción no se debe refutar esperando que con la respuesta demostremos la existencia de Dios. Lo que debemos hacer más bien, es demostrar que la lógica del argumento es falaz: del hecho de que nosotros proyectemos nuestras carenciales personales en Dios, no se concluye que Él no exista. Habiendo hecho esto, podemos ahora sí pasar a presentar argumentos plausibles sobre la existencia de Dios (como El argumento cosmológico Kalam, El argumento de la causalidad, El argumento de la contingencia y El argumento del ajuste fino, de los cuales recomendamos su lectura). Ahora bien, ¿debe quedar entonces la psicología relegada? ¿no tiene papel alguno en el debate teológico? De ninguna manera. Lo que estamos sosteniendo es que la discusión sobre la existencia de Dios no debe ser reducida al plano psicológico, pero sin duda alguna, la cuestión psicológica merece ser atendida. Es aquí que podemos pasar de una apologética clásica a una apologética más existencial. La apologética existencial, a diferencia de la tradicional, busca demostrar la existencia de Dios desde el corazón, además de la razón. De hecho, más que demostrar, busca persuadir, pues con este tipo de apologética no se pretende llegar a argumentos probatorios, sino a posibilidades razonables. Aquí toman más protagonismo las preguntas existenciales que los silogismos lógico-racionales. Es importante observar que no se trata de recurrir al sentimentalismo, sino de acudir a francas cuestiones sobre la existencia que todo ser humano se hace.
En virtud de lo dicho, en la presente objeción, lejos de pretender demostrar la existencia de Dios a partir de la psicología, convendría mejor preguntarnos: ¿por qué el hombre es un «animal religioso»? ¿Por qué pareciera no poder «curarse» de lo trascendente? Incluso los mismos ateos no pueden negar la realidad de lo que llamamos «espíritu». El propio pensador ateo Antonio García-Trevijano llega a admitir que «de la materia emerge una facultad espiritual» y que el espíritu es «lo que no es materia, pero es producto de la materia». Actualmente somos testigos de cómo el mundo occidental ha dejado de creer en el Dios cristiano y en la religión a la manera tradicional, pero no ha dejado de creer en lo espiritual-trascendente necesariamente. Dios solo ha sido reemplazado por el yoga, las religiones orientales, el new age, el neo-panteísmo, entre otras prácticas novedosas. Ya lo decía Chesterton: «cuando se deja de creer en Dios enseguida se cree en cualquier cosa». No es que el hombre, entonces, una vez abandonada la creencia en Dios, se vuelva absolutamente materialista. Parece no poder hacerlo. Tarde o temprano, terminará por abrazar alguna creencia o principio que reemplace el vacío que Dios ha dejado. La pregunta que cabría hacernos es: ¿por qué? ¿por qué estamos constituidos de manera tal que no podemos desprendernos por completo de lo religioso? ¿de dónde sale esta sed por lo trascendente, lo eterno, lo infinito? Una vez más, con estas preguntas no pretendemos probar la existencia de Dios, pero sí presentarla como una posibilidad razonable, pues es más lógico pensar que, si somos criaturas con una facultad espiritual innegable es porque quien nos constituyó parece ser un Diseñador inteligente (que en los artículos El Argumento del ajuste fino y Entendiendo racionalmente los atributos de Dios lo podemos conocer mejor), que posee la misma naturaleza espiritual que la nuestra. Si fuese solo una «fuerza ciega» y no un ser personal, ¿cómo es que de ella surgiría esta facultad espiritual que requiere de nuestro intelecto y nuestra voluntad? Esto no pareciera explicar porqué, siendo nosotros materia, tendemos siempre hacia la búsqueda de lo no-material y de aquello que goza de un propósito. Tienen más sentido las palabras de Salomón cuando reflexiona: «todo lo que [Dios] hace llega a su tiempo; pero ha puesto la eternidad en sus corazones». (Eclesiastés 3, 11). Efectivamente, si Dios ha puesto eternidad en nosotros, esto explica mejor por qué los seres humanos estamos tan «obsesionados» con la búsqueda de un propósito trascendente.
Usando la misma lógica de la proyección psicológica, podríamos decir que, como el ateo sabe cuáles serían las consecuencias de haber vivido de espaldas a Dios en caso exista, y como teme que después de la muerte sus pecados sean expuestos a la luz, prefiere seguir cerrado a la fe.
Luego de plantear estas cuestiones al «bando ateo», podríamos devolverle el problema usando su misma lógica para demostrar que su objeción es falaz. Ya el teólogo y apologeta Timothy Keller lo hace cuando escribe: «Si tú dices (como Freud) que todas las declaraciones de verdad acerca de la religión y Dios son solo proyecciones psicológicas para lidiar con la culpa e inseguridad, también lo es tu declaración». Precisamente muchos ateos pueden llegar a negar a Dios por miedo a asumir sus culpas y las consecuencias de sus faltas pues saben que la idea de Dios supone también la idea de un Juez. De ahí que cuando el famoso físico Stephen Hawking afirmó que «el cielo es un cuento de hadas para los hombres que tienen miedo a la muerte», el matemático y filósofo británico John Lennox le contestó: «el ateísmo es un cuento de hadas para los hombres que temen a la luz». Usando la misma lógica de la proyección psicológica, podríamos decir que, como el ateo sabe cuáles serían las consecuencias de haber vivido de espaldas a Dios en caso exista, y como teme que después de la muerte sus pecados sean expuestos a la luz, prefiere seguir cerrado a la fe. Es decir, el objetivo de la respuesta es que el escéptico se percate de que al momento de haber presentado la proyección psicológica como una objeción, acaba de meterse en su propia trampa. Por otro lado, podríamos también preguntarnos: ¿cómo puede el hombre inventarse algo como Dios y, más específicamente, como el cristianismo? El Dios cristiano es bastante más complejo como para que resulte ser un mero producto de la mente. En virtud de esto, ya C.S. Lewis afirmaba: «Dios no puede ser un producto de mi imaginación porque, para nada, Él es lo que yo pude imaginar de Él». El Dios Trino ha traído, más bien, muchos problemas filosóficos a lo largo de la historia como para que se trate de una mera proyección antropológica. Por otra parte, el Dios cristiano ofrece salvación pero también nos advierte de una muy dura condenación. Cristo dice: «venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso» (Mateo 11, 28) o: «el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás» (Juan 4, 14) que ciertamente es consolador; pero al mismo tiempo nos dice: «el que no cree ya se ha condenado, por el hecho de no creer en el Nombre del Hijo único de Dios» (Juan 3, 18). ¿Por qué habríamos de inventarnos un dios tan incómodo? Si hay alguna religión realmente interpelante, esa es el cristianismo. Si quisiéramos buscar alivio y calmar nuestros miedos, optaríamos por el budismo o el panteísmo, pero lo último que escogeríamos es la fe cristiana. «Ah, es que no solo necesitas proyectar tus miedos, sino también tu sentido de justicia en la idea de un Juez justo que en tu caso es representado por Cristo» podría ser una posible objeción. Sin dudas, podríamos inventarnos un Dios que no solo es misericordia, sino también juicio, pues no solo sería suplida nuestra conciencia, sino también la sed de justicia. Pero una vez más, la misma lógica podría ser devuelta al ateo: como no desea que dicho Juez lo juzgue por haberlo rechazado constantemente, entonces su ateísmo no es más que una proyección psicológica.
Nos damos cuenta, así, de que la cuestión de la psicología como argumento probatorio es totalmente insuficiente para demostrar o negar la existencia de Dios. Se presta más bien para una dinámica circular que no termina por resolver la pregunta de fondo. Sin embargo, resulta bastante persuasiva a la hora de preguntarnos sobre la facultad espiritual que todo ser humano parece poseer, sea de la condición que sea. La apologética existencial, entonces, nos sirve como complemento para plantearles las preguntas pertinentes al escéptico, y una vez hechas, podemos servirnos de la apologética teísta con la que ya pasaríamos a presentar argumentos más probatorios sobre la existencia de Dios.
1
Ludwig Feuerbach, La esencia del cristianismo, Luarna Ediciones, 1841, p.54
2
San Agustín, Confesiones, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 2013, p. 23.
3
Antonio García-Trevijano, programa de TV Lágrimas en la lluvia, Episodio: La vejez, Intereconomía, 2013.
4
Timothy Keller, The Reason for God, Riverhead Books, 2008, p.38.