Eucaristía y Lavatorio de Pies

- reflexiones en un Jueves Santo-

Por Jonatan Medina

Con el Jueves Santo termina la Cuaresma. Cuarenta días de preparación han sido necesarios para el día más importante de todo el año litúrgico, la fiesta central para todo el pueblo cristiano: la Pascua. La tarde del jueves marca el inicio del Triduo Pascual, tres días en los que conmemoramos la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor. Pero si la Pascua cae en domingo, ¿por qué el Triduo inicia con el jueves santo? No solo porque fue durante la noche del jueves que Cristo empezaría a ser juzgado por el Sanedrín, sino porque pocas horas antes, en el Cenáculo y junto a sus apóstoles, su sacrificio ya había comenzado.

En su libro La cuarta copa, Scott Hahn nos relata cómo es que sin la Eucaristía, el Calvario no habría pasado de ser una mera ejecución romana más y no un sacrificio pascual. El cordero que se comía durante la fiesta de la pascua debía haberse sacrificado bajo tres condiciones: debía haberse hecho dentro de Jerusalén, debía haberse realizado en un altar del Templo y debía haberse ejecutado por un sacerdote levita. Pero curiosamente Jesús no cumple con ninguna de estas condiciones. Él fue ejecutado a las afueras de Jerusalén, no murió sobre un altar, sino sobre una cruz y finalmente no fue un sacerdote levita quien lo mató, sino unos vulgares soldados romanos. Ante los ojos de un judío observante, el Calvario no calificaba para que sea un sacrificio expiatorio. ¿Qué hizo, entonces, que la Cruz pueda ser considerada como tal? La Eucaristía. Cristo anticipa su sacrificio eterno durante la cena, marcando el inicio de una Nueva Pascua y cambiando todo para siempre. Esta vez el cordero ya no estaba sobre la mesa, sino presidiéndola, esta vez la mesa se había vuelto altar, esta vez el sacerdote sería también víctima. Nos es revelado, entones, el significado de la cuarta copa. La pascua judía se celebraba y celebra hasta hoy con cuatro copas de vino. La primera es la copa de la bendición con la que se abre la cena, la segunda es la del dolor con la que el pueblo judío recuerda sus años de esclavitud, la tercera copa es la de redención con la que fue liberado y la cuarta es la de la alabanza que cierra la cena de la pascua. Jesús, como buen judío observante que fue, toma todas las copas según el seder del Pésaj, pero la cuarta no la tomó: «Porque les aseguro que desde ahora no beberé más del fruto de la vid hasta que llegue el Reino de Dios» (Lc 22, 14). En vez de eso, salió al huerto de Getseman y ya ahí oraba diciendo: «Padre, si es tu voluntad aparte de mí este cáliz». Jesús rogaba para que esa, la cuarta copa, la que consumaría su sacrificio que había empezado en la cena, pase de él porque sabía lo que implicaría. Pero se sometió a la voluntad del Padre. No es casual, entonces, que ya en la Cruz, el mismo Señor pide: «tengo sed». Seguidamente le dan de tomar vinagre que es fruto de la vid. Y una vez tomado proclama: «consumado es». El sacrificio había terminado. De esta manera, la Pascua había empezado en la Cena pero no había terminado sino hasta la cruz, mientras que al mismo tiempo el Calvario había terminado con la Cruz pero había empezado ya en la Cena.

Es por ello que el jueves abre las puertas de la Pascua: el sacrificio que terminaría en la Cruz había empezado en el Cenáculo. De ahí que Juan comience el relato de este episodio con las siguientes palabras: «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). La Pascua judía estaba todavía a unos días por ocurrir, pero Jesús la adelanta para empezar una Nueva, y Juan, quien como ningún otro comprendería el significado del amor, sabía que con la Cena su sacrificio ya había dado inicio y que era muestra de que, a través del pan, se quedaría con nosotros todos los días hasta que vuelva. El amor de Cristo lo llevaría al extremo de la Cruz, mas no fue solo extremo por haber dejado toda su Sangre derramada en el Gólgota, sino también por habérnosla dejado toda plena en el Cáliz. Tan extremo fue su amor que no se contentó con entregar su Cuerpo entero en el madero, sino que nos lo dejó todo completo en el pan. De esta manera, hace que ese Cuerpo que es todo Suyo se vuelva todo nuestro. 

Pero Jesús no solo deja la Eucaristía como demostración del amor más grande, sino que también nos enseña que ese amor tan grande puede demostrarse con actos más pequeños: el lavatorio de pies. Jesús se levanta de la mesa, toma una toalla, coge un recipiente y se pone a lavar los pies de sus discípulos. Entonces Pedro, hablador como de costumbre, le pregunta algo confundido: «Señor, ¿tú lavarme los pies a mí?». Pedro no podía entender cómo el Maestro se había inclinado para lavarle los pies a sus propios discípulos, en un acto más propio de un siervo que de un amo. Pero Jesús le responde: «Lo que yo hago ahora, tú no lo entiendes ahora: lo comprenderás más tarde». En esta respuesta podemos encontrar la clave de todo el Misterio Pascual. Jesús está anticipando lo que va hacer en la cruz con un pequeño acto de amor y servicio. Él, que era la Vida, iba a conocer la muerte. Él, siendo Señor de señores, se iba a hacer Siervo sufriente. Él, que era la Justicia misma, iba a entregarse por todos nosotros, injustos y pecadores. San Juan Crisóstomo comenta sobre este pasaje que Jesús lavó los pies incluso de aquel que ya había determinado entregarlo. Nos sobrepasa saber que el Señor, sabiendo que Judas lo iría a traicionar, se inclina ante él para lavarle la suciedad de sus pies en un acto de sincero amor y de servicio. Cristo estaba ofreciendo las últimas muestras de ternura y de misericordia. Le estaba susurrando a su conciencia que él tenía todo el poder de limpiar la suciedad de su pecado, le estaba invitando a recapacitar. Pero, como señala «el boca de oro», ni siquiera esto ni la comunidad de la mesa misma, detuvo la maldad del traidor.

El Maestro nos deja una clara lección con el hecho de haber lavado los pies de sus apóstoles. Muchas veces vemos la Cruz de Cristo como un acto un tanto abstracto, como una obra demasiado universal para ser concreta. Pero el lavatorio de pies nos puede ayudar un poco a aterrizar ese tan grande acto de amor y de entrega. Jesús tomó una toalla, cogió un lebrillo, se arrodilló y lavó específicamente los pies de quien lo iría a traicionar. Así de concreto y material es su Amor. Ese pequeño gesto de servicio por sus siervos era solo una sombra del más grande gesto que se expresaría más tarde en la Cruz. ¿Qué nos estará queriendo decir con esto Jesús? ¿Acaso no querrá decirnos que si pretendemos cargar nuestra cruz no deberíamos también estar dispuestos a servir? ¿Cómo nos podemos atrever a querer llegar al extremo de la cruz si no podemos empezar por lavarle los pies al prójimo o al enemigo?

Horas después de este momento, Pedro, luego de haber visto cómo su Señor se rebajó para lavar los pies del traidor, se da cuenta de que también lavó los suyos, los mismos pies presurosos que salieron huyendo para negarlo tres veces. Entre él y Judas, francamente, no había diferencia. La diferencia solo radicaba en que Pedro sí llegó a resolver lo que Jesús le dijo cuando se inclinó para lavarle sus pies: «lo comprenderás más tarde». Pocos minutos después el mismo Señor celebraría la Última Cena y comenzaría su sacrificio que terminaría en la Cruz. Seguramente él, nuestro primer papa, tras haber experimentado el más extremo y más grande amor, pensó: «ahora lo comprendo todo». Y nosotros, ¿lo hemos comprendido también?

Por Jonatan Medina