Una vez demostrada la fiabilidad histórica del Nuevo Testamento, podemos pasar a presentar la evidencia más poderosa a favor del cristianismo: la Resurrección de Jesús de Nazaret. Estamos ante la creencia acaso más central de la fe cristiana. Ya lo decía San Pablo: «si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe» (I Corintios 15, 14). ¿Por qué es tan importante la Resurrección? Porque ella supone la vindicación de Jesús de Nazaret como aquello que dijo ser: el Hijo de Dios, el Mesías, la imagen del Dios verdadero. Si Él resucitó, todo sobre su doctrina y su persona resulta ser verdad. Si Él resucitó, entonces solo Él nos puede llevar hacia Dios, y no otro líder ni confesión religiosa. Los primeros cristianos dieron su vida por defender esta verdad. A nosotros, los de hoy, nos toca seguir sus pasos.
Pues bien, para establecer la veracidad de la Resurrección, debemos partir por presentar la siguiente consecución de hechos o factores históricos: 1) la muerte y sepultura de Jesús, 2) los testigos de las apariciones post mortem, 3) la tumba vacía y 4) la creencia y testimonio de vida de los apóstoles. El consenso de historiadores y académicos, sean creyentes o no, sostiene la realidad de estos cuatro hechos o factores históricos: Jesús murió y fue sepultado, seguidamente muchos de sus seguidores dijeron haberlo visto resucitado; luego, su tumba quedó vacía y, finalmente, los apóstoles dedicaron su vida a predicar a un Cristo resucitado y defender esta verdad hasta la muerte. Todos estos eventos necesitan de una explicación. Los escépticos intentan explicarlo por medio de diversas razones naturales. Nosotros demostraremos que la mejor explicación es una, más bien, sobrenatural: la Resurrección.
Con respecto al primer hecho, no cabe duda razonable de que Jesús de Nazaret fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato, en la Palestina del siglo I, a manos de soldados romanos. Los escépticos más radicales intentan negar incluso la existencia histórica de Jesús, pero las fuentes cristianas y no cristianas que tenemos acerca de su vida y de su martirio son tan abundantes, que académicos como el propio John Dominic Crossan, famoso por haber fundado el polémico Seminario de Jesús, escribe: «que [Jesús] fue crucificado es tan seguro como cualquier dato histórico puede ser» (1). Al mismo tiempo, el historiador ateo Gerd Lüdermann, famoso por su hipótesis de las visiones, concluye que «la muerte de Jesús, como consecuencia de la crucifixión, es indiscutible» (2). Sin embargo, el propio Dominic Crossan propone la teoría de que Jesús no fue sepultado, sino que fue desenterrado y devorado por los perros. Pero dada la evidencia específica que tenemos a la mano, esta hipótesis resulta muy débil. Por ejemplo, es más que interesante notar que los cuatro evangelios hayan registrado la aparición de un personaje llamado José de Arimatea, como aquel que pidió el cuerpo de Jesús para enterrarlo. Sucede que este personaje era un miembro del Sanedrín (Marcos 15, 43 y Lucas 23, 50) y, por esta misma razón, tuvo que pedir el cuerpo de Jesús a Pilatos en secreto, por miedo a los judíos (Juan 19, 38). Ahora bien, es sabido que entre los primeros cristianos y los judíos hubo gran hostilidad, por lo que resultaría realmente extraño que tanto Mateo, Marcos, Lucas y Juan, se hayan tenido que inventar una historia en la que dejen bien parado a un fariseo rico como José de Arimatea. Por esta razón, William Lane Craig afirma que «dado el enojo y la amargura de los primeros cristianos contra los líderes judíos que habían instigado la crucifixión de Jesús, es muy improbable que hubieran inventado uno que hizo lo correcto dándole a Jesús una sepultura digna, ¡específicamente cuando todos los discípulos de Jesús lo abandonaron! Además, no hubieran inventado un miembro específico de un grupo específico, al cual la gente pudiera preguntarle para verificar lo sucedido» (3). Quizá la mejor explicación es que los evangelistas simplemente estaban registrando la verdad: que Jesús, luego de ser martirizado y crucificado, murió y fue puesto en una tumba.
Quinientos testigos oculares para un caso es sencillamente insuperable. Cualquier abogado soñaría con tener más de dos testigos oculares para un mismo caso puesto a juicio. El caso de Cristo tiene quinientos. Quizá esto explique la asombrosa y veloz propagación de la iglesia primitiva.
Con respecto al segundo hecho, existe una cantidad tan importante de fuentes que dicen haber visto a Jesús resucitado que vale la pena considerar la Resurrección como una posibilidad razonable. Para los estándares de la historia antigua, tendríamos suerte si contamos con dos fuentes que confirmen un hecho. Así, por ejemplo, como se dijo en el artículo anterior, las biografías más tempranas que tenemos sobre Alejandro Magno son dos, y fueron escritas más de trecientos años después de su muerte. Sobre la vida de Jesús tenemos ocho fuentes distintas (entre evangelios y cartas), contemporáneas a la época que relatan. Estamos hablando de personas que hablaron y vivieron con el mismo Cristo. Todas estas fuentes, además, fueron testigos de la Resurrección. Muestra de ello es la introducción que hace Juan en su primera epístola: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de Vida -pues la la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna» (I Juan, 1-3). Por su parte, San Pablo hace una declaración realmente audaz cuando escribe que Cristo «se apareció a Cefas y luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y otros murieron» (I Corintios 15, 4-6). Si Pablo estaba mintiendo, ¿por qué se atrevería a afirmar que la mayoría de quinientos testigos oculares todavía vivían? De ser esto un invento, ¿no se estaría exponiendo a quedar como un embaucador? Estas personas bien podrían haber tenido la oportunidad de refutarlo, pero aún así el apóstol hizo semejante declaración. Y no existe documento antiguo alguno que refute lo dicho por Pablo. Lo que vale la pena resaltar es la cantidad registrada: quinientos testigos oculares para un caso es sencillamente insuperable. Cualquier abogado soñaría con tener más de dos testigos oculares para un mismo caso puesto a juicio. El caso de Cristo tiene quinientos. Quizá esto explique la asombrosa y veloz propagación de la iglesia primitiva.
El tercer factor es uno de los más interesantes por lo enigmático que resulta: la tumba vacía. Sobre esto podemos centrarnos básicamente en dos cuestiones. La primera es la posición que adoptaron los enemigos de Cristo y la segunda tiene que ver con la naturaleza de los primeros testigos de la tumba vacía. Con respecto a lo primero, es interesante observar que incluso los enemigos de Jesús admitieron que la tumba estaba vacía. Los propios líderes judíos que habían ajusticiado a Cristo, por medio de los romanos, nunca negaron que el sepulcro había quedado sin cuerpo. Si el relato de la tumba vacía hubiese sido un invento, los judíos simplemente habrían señalado el cuerpo aún presente en el sepulcro. No existe tradición judía de la antigüedad que sostenga que el cuerpo siempre estuvo ahí y que los discípulos de Cristo simplemente se inventaron la idea de una tumba vacía. De hecho, la tradición judía es la que precisamente sostiene Mateo cuando relata que los sumos sacerdotes le dieron dinero a los soldados romanos para que esparcieran el rumor de que los discípulos habían robado el cuerpo de noche, y que esta versión siguió perdurando hasta sus días (Mateo 28, 13-15). Pero lo interesante es que los judíos nunca demostraron evidencia del «cuerpo robado». Lo único que hicieron fue imputar dicha calumnia para luego pasar a guardar silencio. Como indica el académico A. M. Fairbairn: «el silencio de los judíos es tan importante como el discurso de los cristianos» (4). Con respecto a la segunda cuestión es importante observar que los primeros testigos de la Resurrección no fueron los apóstoles, sino las mujeres. En la comunidad judía del primer siglo, la mujer estaba en lo último de la escala social, al punto de que, por ejemplo, el testimonio de un varón equivalía al testimonio de dos mujeres. Incluso no se les permitía ser testigos legales en los tribunales judíos. Vale preguntarse, entonces, ¿por qué los evangelistas registraron a las mujeres como las primeras testigos de la Resurrección, sabiendo que sus testimonios sufrían de tanto desprestigio? De haber querido inventarse una historia convincente, ¿no habría sido más razonable que utilizaran personajes masculinos para así persuadir mejor a sus destinatarios que, en su mayoría, eran judíos? Una vez más, quizá la mejor explicación a este detalle es que los cuatro evangelistas simplemente estaban contando la verdad de los hechos: que la piedra había sido removida y la tumba había quedado vacía. Como apunta Lane Craig: «esto demuestra que los escritores de los Evangelios registraron fidedignamente lo que ocurrió, aunque fuera embarazoso» (5).
Es cierto que muchos pueden morir por una mentira, pero nadie muere por una mentira, sabiendo que es una mentira. Los apóstoles tuvieron la posibilidad de saber si la Resurrección había acontecido, y luego de corroborarla, decidieron morir por esto. Quizá un loco podría morir por una mentira, sabiendo que es una mentira, ¿pero doce? ¿Doce locos pudieron transformar la Palestina del siglo I? ¿Qué motivación tenían para dedicar su vida hasta la muerte por un mito que ellos mismos habrían fabricado?
Finalmente, llegamos al último factor histórico: la creencia y testimonio de vida de los apóstoles. Sobre esto, es necesario resolver algunas cuestiones tanto para el surgimiento de la creencia de la Resurrección como para el testimonio de vida de los apóstoles. Lo primero nos lleva a preguntarnos: ¿puede ser la creencia de la Resurrección no más que una simple leyenda que hasta hoy persuade a los incautos? ¿No ha sucedido acaso lo mismo con otros líderes religiosos? Y lo segundo, pero no menos importante, nos plantea la siguiente interrogante: ¿por qué los Apóstoles cambiaron súbitamente de actitud, y hasta dieron su vida por defender su predicación? De hecho, esta segunda pregunta nos podría llevar a la respuesta más concluyente de todas. Pues bien, ¿qué podemos decir al respecto?
Sobre la primera cuestión, muchos piensan que Jesús ciertamente existió, pero que, tras el paso de los años, su figura fue sufriendo alteraciones mitológicas hasta llegar a convertirse en un ser legendario lleno de poderes sobrenaturales que en verdad nunca tuvo. Sin embargo, esta hipótesis se derrumba fácilmente al entender que en el mundo antiguo se necesitaba de un buen intervalo de tiempo para que un hecho se convierta en leyenda. Lo que tenemos con el caso de la Resurrección refuta automáticamente esta posibilidad. No solo los evangelios son documentos demasiado tempranos como para que quepa la posibilidad del surgimiento legendario, sino que existe un credo tan antiguo que se remonta a poquísimos años después de la muerte de Cristo. Se trata de 1 Corintios 15, pasaje en el que el Apóstol Pablo escribe: «Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras» (I Corintios 15, 3-4). Muchos académicos han encontrado en estas palabras las marcas de un credo que antecede a la propia conversión de Pablo. Como comenta el experto en Nuevo Testamento Craig Bloomberg: «Si la crucifixión data del año 30 d.C., la conversión de Pablo fue alrededor del año 32. […] Su primer encuentro con los apóstoles debió haber sido alrededor del año 35 d.C. En algún momento entre estas fechas Pablo recibió este credo, que ya se había formulado y se usaba en la iglesia primitiva. […] ¡y todo se remonta a no más de dos a cinco años de los acontecimientos!» (6). Es, pues, ilógico que en tan corto intervalo de tiempo, con tantos testigos oculares todavía vivos, haya podido surgir una leyenda.
Con respecto a la segunda interrogante, es gravitante preguntarnos: ¿qué hizo que los Apóstoles pasen de ser unos hombres deprimidos y temerosos por la muerte de su Maestro, a los grandes evangelistas que fueron, hasta el punto de entregar su vida? ¿Un motivo diferente a la Resurrección explicaría plausiblemente el súbito y radical cambio en ellos? El rabino Pinchas Lapide comenta al respecto: «Este grupo temeroso y asustado de apóstoles, quienes estaban a punto de dejarlo todo y huir desesperados a Galilea; estos campesinos, pastores y pescadores, quienes traicionaron y negaron a su maestro y le fallaron en forma miserable, repentinamente pudieron cambiar de la noche a la mañana en una confiada sociedad misionera, convencidos de la salvación y capaces de trabajar con mucho más éxito después que antes de la Pascua; no hay visión o alucinación que sea suficiente para explicar una transformación tan revolucionaria» (7). Además, cabe preguntarse: si Jesús no resucitó, ¿por qué un grupo de doce hombres diferentes morirían por defender una mentira? Hay quien puede responder argumentando que la historia ha demostrado que se puede morir por cualquier cosa. Muchos musulmanes dan su vida en su lucha yihadista porque creen que un paraíso con 72 vírgenes los espera. El solo hecho de que una gran cantidad de personas crean en algo con todo su corazón, ¿lo convierte automáticamente en verdad? De ninguna manera sostenemos tal cosa. El caso de los apóstoles es completamente distinto al de los «mártires de la yihad». Ninguno de estos musulmanes ha tenido la oportunidad de verificar si efectivamente existe un paraíso con 72 vírgenes esperando. Simplemente se trata de una creencia que se debe aceptar o no a priori. La Resurrección, en cambio, supone un hecho ubicado en el espacio y el tiempo y que los Apóstoles sí tuvieron la posibilidad de verificar a posteriori. Ellos pudieron cerciorar si la tumba estaba vacía o no, ellos pudieron corroborar si Cristo había aparecido luego de muerto o no. Es cierto que muchos pueden morir por una mentira, pero nadie muere por una mentira, sabiendo que es una mentira. Los apóstoles tuvieron la posibilidad de saber si la Resurrección había acontecido, y luego de corroborarla, decidieron morir por esto. Quizá un loco podría morir por una mentira, sabiendo que es una mentira, ¿pero doce? ¿Doce locos pudieron transformar la Palestina del siglo I? ¿Qué motivación tenían para dedicar su vida hasta la muerte por un mito que ellos mismos habrían fabricado? Como dice J. P. Moreland: «los discípulos no tenían nada que ganar por mentir y comenzar una nueva religión. Ellos enfrentaron dificultades, ridículo, hostilidad y muerte de mártires. A la luz de todo esto, nunca podrían haber sostenido una motivación tan firme si ellos sabían que lo que estaban predicando era una mentira. Los apóstoles no eran necios y Pablo era un intelectual frío de primer nivel. Habría varias oportunidades en tres o cuatro décadas de ministerio para reconsiderar el asunto y renunciar a la mentira» (8).
Habiendo presentado estos cuatro hechos o factores históricos, es necesario preguntarse, ¿cuál es la mejor explicación para todos ellos? ¿Qué evento conecta tanto la muerte y sepultura de Jesús, los testigos de las apariciones post mortem, la tumba vacía y, finalmente, la creencia y testimonio de vida de los apóstoles? Hay una sola clase de evento que une todos los cabos y que, no obstante, escandaliza a los escépticos por su carácter sobrenatural. Todas las demás explicaciones naturales terminan por dejar algún «cabo suelto» en el relato, por lo que se sigue requiriendo de una respuesta que termine por cerrar la historia. En el siguiente artículo, veremos cómo todas estas teorías alternativas irán siendo descartadas y derrumbadas, una a una, para dar paso a la única explicación razonable: la Resurrección. Por esta razón, el gran erudito N.T. Right, luego de una profunda investigación histórica, concluye: «Como historiador no puedo explicar el surgimiento del cristianismo primitivo a menos que Jesús se haya levantado nuevamente, dejando la tumba vacía detrás de Él» (9). Quizá los escépticos puedan darse cuenta de que, una vez dejados los prejuicios contra lo sobrenatural, la Resurrección termina por convertirse en la mejor explicación posible, y por consecuencia, Cristo termina por vindicar su persona, convirtiéndose así en quien dijo ser: la Resurrección y la Vida.
1
John Dominic Crossan. Jesús: Una Biografía Revolucionaria (San Francisco: HarperCollings, 1991), 145.
2
Gerd Lüdemann. La Resurrección de Cristo (Amherst, NY: Prometheus, 2004), 50.
3
Lee Strobel, El caso de Cristo, Ed. Vida, Miami, 2000, p. 243
4
Fairbairn, A. M. Studies in the Life of Christ. Dutton, Dovar: Cassell and Co., 1897.
5
Ibid, p. 252
6
Ibid, p. 40
7
Lapide, Pinchas. The Resurrection of Jesus: A Jewish Perspective. Trad. Por Wilhem C. Linss. Minneapolis: Augsburg, 1983.
8
Moreland, J. P. Scaling the Secular City. Grand Rapids: Baker, 1987.
9
N.T. Right, “The new unimproved Jesus”, Christianity Today, September 13, 1993.