¿Quién es Jesús de Nazaret? A lo largo de la historia esta decisiva pregunta ha tenido muchas diferentes respuestas. Millones de personas alrededor del mundo lo consideran el mismo Dios encarnado y Salvador del género humano, otros muchos lo toman por un profeta más, otros piensan que fue un gran maestro moral o un importante revolucionario de su época. El primer comunista, el primer hippie, un luchador social: pareciera que cada movimiento contemporáneo proyectara sus propias ideas en Jesús para hacer de él lo que quisieran que sea. Al propio Cristo le importó saber qué creían los demás de él: «Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mateo 16, 15). Sin embargo, acaso la pregunta que nos deberíamos hacer todos hoy es: ¿qué creía Jesús de Nazaret de sí mismo? ¿Quién fue Jesús según el mismo Jesús?
Tan solo un análisis profundo y honesto de la vida, obra y enseñanzas de Cristo nos puede llevar a responder esta última pregunta. En el presente artículo, demostraremos que Jesús de Nazaret afirmó ser Dios. Y ante esta premisa, solo nos quedan tres opciones posibles: o bien Jesús fue un loco o un mentiroso o efectivamente es Dios. Si la opción correcta es la tercera, entonces el cristianismo resulta ser la única religión verdadera. Este esquema de tres posibilidades —de ahí el nombre de trilema— fue propuesto por el escritor y apologista C. S. Lewis en su famosa obra Mero Cristianismo, donde escribió: «Intento con esto impedir que alguien diga la auténtica estupidez que algunos dicen acerca de Él: “Estoy dispuesto a aceptar a Jesús como un gran maestro moral, pero no acepto su afirmación de que era Dios“. Eso es precisamente lo que no debemos decir. Un hombre que fue meramente un hombre y que dijo las cosas que dijo Jesús no sería un gran maestro moral. Sería un lunático —en el mismo nivel del hombre que dice ser un huevo escalfado— o si no sería el mismísimo demonio. Tenéis que escoger. O ese hombre era y es el Hijo de Dios, o era un loco o algo mucho peor. Podéis hacerle callar por necio, podéis escupirle y matarle como si fuese un demonio, o podéis caer a sus pies y llamarlo Dios y Señor. Pero no salgamos ahora con insensateces paternalistas acerca de que fue un gran maestro moral. Él no dejó abierta esa posibilidad. No quiso hacerlo» (1).
Si Jesús no fue ni loco ni mentiroso, ¿cómo podemos explicar las palabras que dijo de sí mismo? ¿Qué clase de hombre sano, bueno, equilibrado, sereno, inteligente y profundo, diría al mismo tiempo cosas como «Antes de que Abraham fuera, Yo Soy».
Pasemos, sin más, a demostrar cada una de las partes del argumento. Empecemos por dejar en claro que Jesús sí afirmó ser Dios. Si no demostramos esta premisa, entonces el argumento dejaría de ser un trilema y más opciones podrían ser consideradas. Así, por ejemplo, algunos apologistas como William Lane Craig o Peter Kreeft han pretendido extender el argumento hacia un «cuatrilema» o «tetralema» al proponer las opciones: Dios, mentiroso, loco o mito. Pero este esquema es fallido, puesto que el trilema de Lewis ya parte de la existencia histórica de Jesús de Nazaret y de que ciertamente afirmó ser Dios. En virtud de esto es necesario, antes de empezar con el trilema, demostrar que Jesús sí dijo ser Dios. Porque si Jesús nunca lo dijo y esta idea no es más que un «mito tardío», entonces el trilema resultaría inútil y cabrían casi tantas posibilidades como teorías existen. Podría haber sido un zelote, un simple pacifista, un gurú panteísta, un extraterrestre o cualquier otro disparate desasociado del Jesús histórico.
Pues bien, ¿cómo demostramos que Jesús dijo ser Dios? Por medio de los Evangelios que, como ya hemos visto en los artículos anteriores, pueden ser considerados como documentos históricamente fiables. No podemos negar que Jesús fue un tanto misterioso con respecto a su propia identidad. Él no presentó su divinidad de buenas a primeras, sino que poco a poco la fue revelando por motivos que tenían que ver con el contexto judío de la época. Es a la luz de esto último que debemos analizar las palabras de Jesús en los evangelios. En el Antiguo Testamento, Dios se había revelado a sí mismo con el «nombre» de Yo soy (Éxodo 3, 14). Sin embargo, ningún judío osaba usar el nombre de Dios puesto que se trataba de la palabra más sagrada que había. Normalmente se referían a él como «el Altísimo» o «el Santo». Pues resulta que en una ocasión Jesús afirmó frente a los judíos: «si no creyesen que Yo Soy, morirán en sus pecados» (Juan 8, 24). Esta afirmación era demasiado atrevida, no solo por tomar el nombre de Dios, sino por ponerse a sí mismo como la fuente que nos salva del pecado. En otra ocasión, Jesús volvió a decir algo todavía más escandaloso: «Antes de que Abraham fuera, Yo Soy» (Juan 8, 58). ¿Cómo reaccionaron los judíos? Pues «tomaron piedras para tirárselas» (Juan 8, 59). Jesús sabía que sus destinatarios eran judíos como él y que por tanto entenderían muy bien las implicaciones de sus palabras. Quizá nosotros, dos mil años después, podamos pretender interpretarlas de manera diferente, pero queda claro que la intención de Jesús fue el hacerse igual al Yaveh (que era una forma de decir Yo Soy) del Antiguo Testamento, y fue por eso que los judíos reaccionaron como lo hicieron.
Por otra parte, la relación que Jesús constantemente decía tener con el Padre, demuestra que se consideraba a sí mismo como Dios. «Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (Juan 14, 11), dijo alguna vez, para luego afirmar algo todavía más extremo: «Yo y el Padre somos uno» (Juan 10, 30). Los judíos comprendieron muy bien lo que querrían decir estas palabras, pues «trataban con mayor empeño de matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose a sí mismo igual a Dios» (Juan 5, 18). Es importante observar también que cuando Jesús hablaba no lo hacía como los profetas del Antiguo Testamento que para demostrar autoridad tenían que decir: «así dice el Señor», sino que Él mismo afirmaba sin tapujos: «En verdad en verdad os digo…» (cfr. Juan 5, 24, Lucas 23, 43, Juan 6, 47, Mateo 21, 31, etc.). De hecho, a diferencia de cualquier otro líder religioso que se le pretenda comparar, él no solo enseñó la verdad, sino que dijo ser la verdad (cfr. Juan 14, 6). Como afirma el historiador Kenneth Scott Latourette: «No son sus enseñanzas lo que hace que Jesús sea tan notable, aunque estas bastarían para darle distinción. No se puede hacer una separación entre el hombre y sus enseñanzas. […] Debe ser obvio a todo lector atento de los documentos evangélicos que Jesús se consideraba a sí mismo y su mensaje como inseparables. Era un gran maestro, pero era más que maestro. Sus enseñanzas acerca del reino de Dios, de la conducta humana y de Dios eran importantes, pero no podían ser divorciadas de él sin ser viciadas, según el punto de vista de él mismo» (2). De ahí que Jesús se haya considerado a sí mismo como la fuente de la realización y verdadera felicidad: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Juan 14, 6), «Yo soy el Pan de vida» (Juan 6, 35), «Yo soy la Luz del mundo» (Juan 8, 12), «Yo soy la Vid verdadera» (Juan 15, 1).
Vale notar, además, que Jesús nunca impidió ser adorado, pese a ser un observante judío monoteísta. Conocido es el pasaje en que Tomás, luego de haber dudado de la Resurrección de Cristo, exclama al verlo presente con sus heridas en sus manos y pies: «¡Señor mío y Dios mío!» (Juan 20, 28). Jesús no lo reprendió por esas palabras y los discípulos fueron testigos de ello. Por esta razón es que años más tarde Pedro empezaría su carta con las siguientes palabras: «Simón Pedro, siervo y apóstol de Jesucristo, a los que por la justicia de nuestro Dios y Salvador Jesucristo…» (II Pedro 1, 1). Lo mismo hace Pablo cuando afirma que «Cristo es uno de ellos [los israelitas] según la carne, el que como Dios está también por encima de todo» (Romanos 9, 5). Finalmente Juan había entendido también que «la Palabra era Dios» (Juan 1, 1) y que «la Palabra se hizo carne» (Juan 1, 14). ¿Debemos suponer que todos sus discípulos lo malinterpretaron? Si ellos lo hicieron, habiendo recibido el mensaje de primera mano, lo más fiel posible, ¿qué le espera al escéptico contemporáneo, descontextualizado de la tradición judía del siglo primero?
Por último, Jesús no solo evidenció el considerarse Dios por medio de lo que dijo de sí mismo, sino por las cosas que hizo por sí mismo. Por un lado perdonó pecados, cosa que solo Dios podía hacer (cfr. Mateo 2, 5). Por otro lado, formó una nueva comunidad de doce discípulos asegurando que ellos juzgarían a los doce tribus de Israel (cfr. Mateo 19, 28). ¿Qué tiene que ver esto con su divinidad? Como indica el académico Ben Witherington: «Si los doce representan un Israel renovado, ¿dónde encaja Jesús? Él no es simplemente parte de Israel, no es meramente parte del grupo redimido, él está formando el grupo; al igual que Dios en el Antiguo Testamento formó a su pueblo e instituyó a las doce tribus de Israel. Esa es una pista de cómo Jesús pensaba de sí» (3). Por esta razón es que fue Él mismo quien cambió la Antigua Alianza por la Nueva (cfr. Lucas 22, 20), en la celebración de la Pascua de aquel jueves en el que habría de empezar a padecer. ¿Quién puede cambiar la mismísima Alianza establecida por Dios, sino el mismo Dios?
Jesús no solo evidenció el considerarse Dios por medio de lo que dijo de sí mismo, sino por las cosas que hizo por sí mismo.
Habiendo demostrado con creces que Jesús afirmó ser Dios e hizo cosas que solo le correspondían a Dios, quedan solamente dos alternativas posibles: o bien esa afirmación era falsa o bien era verdadera. Si era cierta, entonces Él es Dios y el asunto queda zanjado: el cristianismo es la única religión verdadera. Pero si es falsa, por consecuencia se desprenden dos nuevas alternativas: o bien no sabía que sus afirmaciones eran falsas o bien lo sabía. Si él no lo sabía, entonces estuvo sinceramente engañado y no fue más que un hombre honestamente equivocado, pero por consecuencia, era también un lunático, pues para creer equivocadamente que era Dios, hay que estar bastante mal de la cabeza. Por su parte, si él sabía que no era Dios y aún así lo dijo, entonces engañó deliberadamente a todos sus discípulos, convirtiéndose en un mentiroso y además en un hipócrita, puesto que se dedicó a predicar un mensaje moral constantemente, mientras ocultaba una gran mentira. Es más, él dijo ser la Verdad misma (Juan 14, 6). Así que si Él sabía todo el tiempo que estaba mintiendo y a su vez dijo ser la Verdad, entonces era un verdadero y grandísimo hipócrita. Era, además, un hombre realmente malvado porque, como apunta Josh McDowell, «deliberadamente les decía a otros que confiaran en él para su destino eterno» (4). Encima les aseguró a sus discípulos que serían perseguidos, torturados, asesinados y odiados por su nombre (cfr. Mateo 24, 9). Pero si Él sabía que los estaba engañando y a su vez se dejó matar ocultando la mentira para que sus seguidores muriesen de la peor manera por este engaño, entonces francamente se trataba de un ser extremadamente maligno. De ahí que C. S. Lewis diga que sería el «mismísimo demonio». Pero no solo eso, si no que sería el más grande necio que haya existido en la historia porque murió precisamente debido a que los judíos le acusaron de hacerse igual a Dios. Si él sabía que no lo era y que estaba mintiendo, habría sido verdaderamente un idiota por morir de la peor manera por algo que sabía era una mentira.
En resumen, tenemos en total tres opciones por tomar: o Jesús era un loco o era un mentiroso o ciertamente era Dios. No hay espacio para otra alternativa posible. No obstante, el famoso científico ateo Richard Dawkins, en un intento de criticar el Trilema, sostiene que «una cuarta posibilidad, demasiado obvia para necesitar ser mencionada, es que Jesús estuviese honestamente equivocado» (5). Pero como de costumbre, Dawkins demuestra no saber usar la lógica más elemental, al no darse cuenta de que si alguien está «honestamente equivocado» en auto percibirse como Dios, ¡es porque precisamente se ha vuelto loco! El Trilema de Lewis incluye, desde luego, el hecho de que haya estado honestamente equivocado en la opción de que Jesús haya estado loco. Un hombre podría haber sido engañado con respecto a la identidad de sus padres, estando honestamente equivocado. Quizá era huérfano y sus padres adoptivos nunca le dijeron la verdad. No por ello vamos a creer que esté loco. La cosa cambia cuando este mismo hombre piensa de sí mismo que es Alejandro Magno, quien vivió casi 2 400 años atrás. La locura en este caso sería una posibilidad segura. Pero lo sería más todavía si dicho hombre creyese que es nada más y nada menos que el mismo Dios hecho hombre. Ninguno de nosotros le diríamos, como pretende Dawkins: «descuida, buen hombre, simplemente estás honestamente equivocado». Seguramente pensaríamos que se ha vuelto loco de remate. De ahí que Lewis comparase este nivel de locura con la de un «hombre que dice ser un huevo escalfado».
Pasemos, pues, a demostrar rápidamente que Jesús no fue ni un loco ni un mentiroso. ¿Cumple Jesús con el perfil psicológico de un loco? La verdad es que no. Un lunático suele ser una persona con constantes desconexiones de la realidad, y difícilmente puede llegar a controlar sus emociones y decisiones. Lo que vemos en Jesús es todo lo contrario. Aún en los momentos más difíciles, siempre guardó firmeza, calma y seguridad. No solo lo hizo cuando calmó la tormenta en la barca (cfr. Mateo 8, 23-27), sino incluso en el momento de su propia tortura, con las respuestas acertadas que ofrecía (cfr. Juan 18, 23). Incluso en la cruz estuvo plenamente consciente de lo sucedido, mientras rogaba al Padre que perdonase a sus verdugos (cfr. Lucas 23, 34). ¿Es esta la actitud de un orate? Por otra parte, los locos de verdad no suelen tener la inteligencia que demostró Jesús ante las personas que lo interpelaban constantemente. Ciertamente un loco puede tener inteligencia, pero por lo general, está desconectada de su contexto. En cambio, Cristo parecía estar siempre consciente de su entorno con la naturaleza y con las personas que lo rodeaban, al punto de no solo evidenciar equilibrio y salud mental, sino de tener la capacidad para dar los mejores consejos y enseñanzas posibles. El psiquiatra J. T. Fisher lo expresa de las siguiente manera: «Si usted tomara la suma total de todos los artículos autoritativos que hayan sido escritos por los psicólogos y psiquiatras más calificados sobre el tema de higiene mental —si usted los combinara, los refinara y editara—, si usted se quedara con la carne y nada de la salsa; y si usted tuviera esos bocados no adulterados de puro conocimiento científico expresado en forma concisa por el más capaz de los poetas vivientes, tendría un resumen torpe e incompleto del Sermón del monte, y ese resumen sería mucho en comparación. Por más casi 2000 años el mundo cristiano ha estado sosteniendo en sus manos la respuesta total a sus anhelos incansables e infructíferos. Aquí descansa el modelo para la vida humana triunfante con optimismo, salud mental y contentamiento» (6). Finalmente, ¿qué clase de loco podría atraer la cantidad de seguidores que atrajo Jesús? Como señala Dante Urbina: «la hipótesis de que Jesús era un loco resulta altamente implausible dado el hecho de la credibilidad de su ministerio. Los manicomios están llenos de gente que se cree Julio César, Galileo, Einstein, Napoleón, el Primer Ministro o Jesucristo. Pero nadie les cree. No engañan a nadie más que a ellos mismos y uno que otro compañero de sala de la misma condición. Pero, ¿por qué no convencen a nadie? Porque no parecen nada de lo que dicen ser» (7).
¿Fue entonces Jesús un mentiroso? Ya vimos las implicancias de que Jesús haya sido un mentiroso: sería también un hipócrita, un ser extremadamente malvado y un necio. Pero entonces habría que preguntarnos, ¿cómo un hombre tan malvado pudo no solo predicar un mensaje de moralidad tan elevada, sino inspirar a tantos seguidores hasta dar su vida por él? ¿Cómo pudo un mentiroso, un hipócrita y un ser maligno impactar la vida de tantas personas para que se hagan sus discípulos? Ni siquiera los propios escépticos, ateos o agnósticos, han llegado a considerar a Jesús como una persona inmoral. El famoso filósofo agnóstico John Stuart Mill dijo, por ejemplo: «En los dichos de Jesús hay un sello de originalidad personal combinadas con profundidad de discernimiento, que está en la primerísima línea de los hombres de sublime genio de quienes se puede jactar nuestra raza» (8). Incluso el propio Dawkins, pese a haber criticado alguna que otra enseñanza de Cristo, en una entrevista declaró: «Escribí una vez un artículo titulado “Ateos a favor de Jesús” y estuve encantado de lucir una camiseta con ese lema» (9). La hipótesis de que Jesús haya sido un mentiroso —y todo lo que ello implica— se hace, pues, cada vez más implausible. Por esta razón, el escéptico que pretenda rechazar a Jesús como Dios, no tendrá la opción de considerarlo solo como un gran maestro moral. Deberá, en palabras de Lewis, escupirle y matarle como si fuera un demonio. Pero ningún escéptico, por más antirreligioso y militante que sea, se ha atrevido a sostener que Jesús de Nazaret fue uno de los hombres más ruines que hayan existido jamás. Y no lo han hecho no por temor a sus seguidores, sino porque saben que dicha afirmación carecería de todo sentido.
Ahora bien, si Jesús no fue ni loco ni mentiroso, ¿cómo podemos explicar las palabras que dijo de sí mismo? ¿Qué clase de hombre sano, bueno, equilibrado, sereno, inteligente y profundo, diría al mismo tiempo cosas como «Antes de que Abraham fuera, Yo Soy», o «Yo soy la Luz del mundo», o «Si no creyesen que yo soy, morirán en sus pecados» o «Yo soy la Resurrección y la Vida, el que cree en mí, aunque esté muerto vivirá»? Francamente estas palabras parecieran ser más bien propias de alguien con serios delirios de grandeza. ¿Por qué, entonces, consideraríamos a Jesús un maestro de altísima moral si dijo cosas tan atrevidas y escandalosas de sí mismo? ¿Cómo podemos reconciliar la apreciación que tenemos de él con sus osadas palabras? El propio Lewis pareciera tener la respuesta: «Es muy grande la dificultad histórica para dar a la vida, a las palabras y a la influencia de Jesús cualquier explicación que no sea más difícil que la del cristianismo. La discrepancia entre la profundidad y santidad de su enseñanza moral, y el exuberante delirio de grandeza que tuvo que haber detrás de sus enseñanzas teológicas, a menos que Él en verdad sea Dios, jamás se ha explicado satisfactoriamente. Las hipótesis no cristianas se suceden una tras otra con la intranquila infertilidad de la estupefacción» (10). He aquí la única opción razonable al trilema: Jesús es Dios, de otra forma, sus palabras y las cosas que hizo no tendrían relación con la valiosísima enseñanza y vida moral que llevó. Y si Jesús es Dios, entonces, todo lo que dijo de sí mismo debe ser verdad, y con respecto a su identidad Él fue muy claro cuando afirmó: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Juan 14, 6). Esta afirmación es innegable y sorprendentemente exclusivista. Jesús quiso ser muy claro: la única forma de llegar a Dios Padre es por Él. El único camino al cielo es por medio de Él. La única religión divina ha venido de Él. Por tanto, solo el cristianismo es la religión verdadera.
1
C. S. Lewis, Mero cristianismo, HarperCollins Publishers, Primera edición Rayo 2006, p. 69
2
Latourette, Kenneth Scott. Anno Dimini. New York: Harper and Brothers, 1940.
3
Citado por Lee Strobel, El caso de Cristo, Editorial Vida, 2000, Miami Florida, p. 154
4
Josh McDowell, Nueva evidencia que demanda un veredicto, Editorial Mundo Hispano, El Paso Texas, 2004, p. 190.
5
Richard Dawkins, El espejismo de Dios, Ed. Bantam Press, 2006, cap. 3.
6
Fisher, J. T., y L. S. Hawley. A Few Buttons Missing. Philadelphia, Penn.: Lippincott, 1951.
7
Dante Urbina, ¿Cuál es la religión verdadera? Demostración racional de en cuál Dios se ha revelado, Ed. CreateSpace, Charleston SC, 2018, p. 98
8
Quoted by Grounds, Vernon C. The Reason for Our Hope. Chicago: Moody Press, 1945.
9
Stefanie Marsh. En: Hablando con Richard Dawkins, 23 agosto 2009, p. 16
10
C. S. Lewis, Miracles: A Preliminary Study, Ed. Macmillan, London, 1947, p. 113.