Serie: Apologética Católica

La justificación del canon del Nuevo Testamento

Por Mauricio Briceño

Serie: Apologética Católica

La justificación del canon del Nuevo Testamento

por Mauricio Briceño

En los artículos anteriores, se desarrollaron argumentos para descubrir cuál es la Iglesia verdadera fundada por Jesucristo, a través del análisis de la naturaleza que esta Iglesia debía tener, de acuerdo con las Escrituras, las afirmaciones de los primeros cristianos y la razón. Se explicó que la Iglesia debía contar con las «marcas» de la unidad y la continuidad histórica, que se entrelazan en última instancia en el rol del apóstol Pedro y su sede. Ahora, corresponde hallar a la verdadera Iglesia reflexionando en base a la existencia misma de las Escrituras de los cristianos, que denominamos comúnmente Biblia.

De manera específica, el argumento gira en torno al canon del Nuevo Testamento y puede ser resumido de la siguiente forma:

1. Todo cristiano reconoce a la Biblia o la Escritura como norma de fe.

2. La Escritura distintivamente cristiana es el Nuevo Testamento, el cual está conformado por 27 libros. La lista de nombres de estos libros es denominada el «canon» del Nuevo Testamento.

3. Actualmente, el canon está definido, pero no siempre ha sido así.

4. Hay diversas causas que podrían explicar el establecimiento del canon.

5. Sin embargo, la única causa razonable es que una autoridad infalible y vinculante lo haya establecido.

6. Históricamente, la Iglesia Católica estableció el canon del Nuevo Testamento.

7. Conclusión, la Iglesia Católica tiene autoridad infalible y vinculante y, ergo, es la Iglesia verdadera.

Como se explicó anteriormente, existen diversas denominaciones cristianas, las cuales discrepan mutuamente en múltiples doctrinas, leyes morales y culto. Sin embargo, todas están de acuerdo que las Escrituras son inspiradas por Dios y, por tanto, que tienen un rol sumamente relevante (que en algunas denominaciones cristianas es supremo) para la enseñanza y norma cristianas. De forma contraintuitiva, esto también se cumple en las sectas de inspiración cristiana, como los mormones y testigos de Jehová. Si bien los mormones cuentan con otra escritura autoritativa llamada el Libro de Mormón, y los testigos de Jehová cuentan con una suprema autoridad legal y eclesial denominada The Watchtower, ambas consideran a los libros de la Biblia como Escritura. En ese sentido, el acuerdo existente entre todas las denominaciones sobre la relevancia y autoridad de las Escrituras será el punto de partida del argumento, esto es la premisa 1.

Las Escrituras que son aceptadas por todos los cristianos están conformados por los libros del Antiguo y Nuevo Testamento. Este último recoge los primeros años, ministerio, muerte y resurrección de Nuestro Señor, la historia de la Iglesia primitiva, y escritos de sus primeros líderes. Por tanto, el Nuevo Testamento constituye el novedoso mensaje cristiano. Si bien los hechos del Antiguo Testamento preparan la plenitud de la revelación dada en el Nuevo y contiene «figuras» de esta plenitud, el Nuevo Testamento es el fragmento escritural que distingue al cristiano de otras filosofías y religiones, sobre todo de los judíos, con quienes compartimos el Antiguo Testamento. Tomando en consideración este hecho, se continuará el proceso deductivo.

El Nuevo Testamento está conformado por 27 libros. Contiene, según el orden de aparición:  los Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan (4 libros); los Hechos de los Apóstoles (1 libro); las cartas de Pablo (14 libros), las cuales son la carta a los Romanos, primera y segunda a los Corintios, Gálatas, Efesios, Filipenses, Colosenses, primera y segunda a los Tesalonicenses, primera y segunda a Timoteo, Tito, Filemón, y Hebreos; las cartas universales o «católicas» (7 libros), las cuales son la carta de Santiago, la primera y segunda de Pedro, las tres cartas de Juan, la carta de Judas; y el Apocalipsis Juan (1 libro). A la lista de libros mencionados se le denomina el «canon» del Nuevo Testamento. De esta manera, se comprende la segunda premisa del argumento.

La tercera premisa nota que este canon es exacto y ya está definido. Los cristianos podríamos discrepar sobre qué otros textos (u organizaciones) son autoritativos para la enseñanza y vida cristiana, pero todos estamos de acuerdo que la Escritura neotestamentaria tiene el canon de los 27 libros detallados previamente. Sin embargo, como también afirma la premisa, esto no siempre fue así: hubo discrepancia entre los primeros cristianos sobre qué libros debían ser reconocidos como Escrituras, y la mayoría de ellos no reconoció como tal a todos los libros del canon actual.

Esto se evidencia en el siglo II. Ignacio de Antioquía (35 – 108/110) y Policarpo de Esmirna (70 – 155) usaron el Evangelio de Mateo, algunas cartas de Pablo y, en el caso de Policarpo, la carta a los Hebreos y algunas cartas católicas. En contraste, Justino Mártir (100/114 – 162/168) comenta que cuando los cristianos se reunían el domingo «leían las memorias de los apóstoles o los escritos de los profetas», pero no menciona a las cartas de Pablo. En sus obras, él cita a todos los Evangelios canónicos e incluso hace referencia al Apocalipsis de Juan, pero tampoco da una referencia clara de los escritos paulinos. Esto podría indicar que Justino, a diferencia de Ignacio y Policarpo, no creía que los escritos de Pablo eran Escrituras. Por otro lado, a finales del segundo siglo, Irineo de Lyon (140 – 202) reconoció a los cuatro Evangelios canónicos como «verdaderos y confiables por sí solos»; sin embargo, Taciano (120 – 173), discípulo de Justino Mártir, publicó un escrito que intentó armonizar los cuatro Evangelios, denominado el Diatessaron (literalmente «de cuatro» en griego), que redactó partes de los Evangelios canónicos y añadió tradiciones de otros evangelios. Asimismo, Irineo citó el resto de los libros del Nuevo Testamento, pero no citó a la segunda carta de Pedro, segunda y tercera de Juan, y la carta de Judas. A pesar de ello, curiosamente, denominó Escritura al Pastor de Hermas.

En el tercer siglo de la era cristiana se mantuvo la ausencia de un canon del Nuevo Testamento universalmente reconocido. Esto se evidencia en el hecho que Orígenes (184 – 253), erudito cristiano, enumerara los libros del Antiguo Testamento, pero no hizo lo mismo con el Nuevo Testamento. Tertuliano (160 – 220) y Clemente de Alejandría (150 – 215/217) tampoco dan fe de la existencia de un canon ampliamente reconocido y ninguno cita a ciertas cartas católicas, como las de Santiago o segunda de Pedro. Incluso, según nota B. Metzger, Clemente tenía una visión más amplia respecto a lo que era considerado «inspirado por Dios» y, por dicho motivo, citó fragmentos de escritos no canónicos que probablemente consideraba «inspirados», como la primera carta de Clemente de Roma, la carta de Bernabé, el Pastor de Hermas y el Apocalipsis de Pedro.

Esta situación continuó en el siglo IV. A principios de dicho siglo, Eusebio de Cesarea (265 – 339), historiador cristiano, describe el estado de las opiniones de su época sobre algunos libros cristianos. Afirmó que los libros «aceptados» eran los Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, Hechos de los Apóstoles, las cartas de Pablo, primera de Juan, y primera de Pedro. Después, mencionó aquellos libros que eran conocidos por la mayoría, pero aún eran «discutidos»: la carta de Santiago, Judas, segunda de Pedro, y segunda y tercera de Juan. Luego, menciona a aquellos discutidos que consideraba «espurios»: los Hechos de Pablo, el Pastor de Hermas, el Apocalipsis de Pedro, la carta de Bernabé, la Dicaché y el Apocalipsis de Juan. Incluso, menciona que algunos aceptan al Evangelio de los Hebreos, a través del cual «gozan en gran manera los hebreos que han recibido a Cristo». En suma, no existió consenso definitivo en los primeros siglos de la vida de la Iglesia sobre el canon del Nuevo Testamento.

Sin embargo, el canon ya está establecido, y todo efecto requiere una causa. Una posible, que podría intuirse en algún momento, es que el mismo Jesucristo, autoridad suprema de la Iglesia y de sus miembros, sea quien definió de manera directa el canon. Dado que Él ha establecido directamente doctrinas centrales de la religión cristiana, es natural incluirlo en el conjunto de alternativas. Sin embargo, esta alternativa es inviable. Primero, porque no se tiene evidencia histórica que Él haya dictaminado el canon durante su ministerio terreno y, segundo, porque los libros que conforman el canon fueron escritos después de la Ascensión de Nuestro Señor. Luego, ¿el canon del Nuevo Testamento pudo haber estado profetizado en el Antiguo Testamento, que ya era norma de fe para la comunidad cristiana? Tampoco. No hay ninguna «figura» del canon neotestamentario en el Antiguo. Entonces, la causa del establecimiento del canon no está comprendida en dichas autoridades. Por esta razón, muchos cristianos, específicamente los de denominación protestante, ofrecen alternativas para el establecimiento del canon, que son clasificadas en «criterios», los cuales serían utilizados por los cristianos para establecer o afirmar el canon. Estos son los criterios subjetivos, los criterios objetivos, los criterios de autoautenticación y los criterios falibles.

El cristiano que utiliza criterios subjetivos afirma que todo aquel que tiene fe en Jesucristo puede saber qué libros son inspirados, y deben ser parte del canon, y cuáles no, a través de un testimonio subjetivo interno que les daría el Espíritu Santo. Estos creyentes comúnmente citan a Juan 10, 27, donde Jesús dice: «Mis ovejas escuchan mi voz; Yo las conozco y ellas me siguen». Asimismo, otros intentan justificar esta práctica en Santiago 1, 5: «Si alguno de vosotros está a falta de sabiduría, que la pida a Dios, que da a todos generosamente y sin echarlo en cara, y se la dará». Así, Dios le revelaría internamente la certeza de la inspiración de las Escrituras a cada creyente. Como dijo el teólogo reformado, C. Briggs: «La autoridad divina del canon, y de cada escrito del canon, es una cuestión entre cada hombre y su Dios. […] El Espíritu de Dios da testimonio por y con el escrito particular o parte de un escrito, en el corazón del creyente, quitando toda duda y asegurando a su alma la posesión de la verdad de Dios». A esto debemos responder que, si bien las Escrituras cristianas nos indican que «probemos todo» (1 Tesalonicenses 5, 21) e incluso da pruebas específicas para determinar si los profetas son genuinos (Deuteronomio 18, 21-22), nunca nos ordena que oremos y confiemos en nuestros sentimientos para determinar si cierto libro es inspirado o no. En ese sentido, Santiago 1, 5, en realidad, invita buscar sabiduría o principios morales prácticos para vivir una vida santa; y Juan 10, 27 trata sobre creer en la Persona de Jesucristo para nuestra salvación. Ninguno de estos versículos, entonces, alude a reconocer a través del Espíritu Santo la inspiración divina en los textos cristianos para confirmar su inclusión en el canon. Más bien, la Escritura nos narra situaciones «opuestas» a las insinuadas por quienes sostienen el criterio subjetivo, por ejemplo, cuando el profeta Samuel confundió a la voz de Dios por Eli (1 Samuel 3) o cuando un hombre de Dios fue engañado por otro profeta que decía hablar por Dios (1 Reyes 13, 18). Este enfoque se sostiene, en última instancia, en las emociones o preferencias de las personas. Y, ante ello, sería bueno recordar la advertencia del profeta Jeremías: «El corazón es lo más retorcido; no tiene arreglo: ¿quién lo conoce?» (Jeremías 17, 9). No es extraño, por tanto, que este criterio, que se intenta aplicar únicamente en la determinación del canon neotestamentario, pueda ser aplicado y aprobado en cualquier falso escrito cristiano o, incluso, a escritos de otras religiones. Los mormones, por ejemplo, utilizan el mismo juicio para su Libro de Mormón; y la razón nos indica que también podría ser empleado para el Corán o los Vedas hinduistas. Finalmente, este criterio no refleja la forma en la que los cristianos llegamos a creer que las Escrituras son inspiradas, dado que no todos los creyentes han leído la Biblia en su totalidad ni han ido solicitando ayuda al Espíritu Santo, en cada pasaje de cada libro, para comprobar la inspiración divina. La mayoría creemos que las Escrituras son inspiradas simplemente porque aceptamos el testimonio de aquellos que nos han antecedido en la fe y creen en ella. Ergo, los criterios subjetivos no explican el canon del Nuevo Testamento.

Para escapar de los riesgos del subjetivismo, algunos protestantes presentan criterios objetivos para determinar el canon. Por ejemplo, Martín Lutero escribió lo siguiente en su prefacio a las cartas de Santiago y Judas: «Esta es la verdadera prueba de todos los libros, cuando vemos si predican o no a Cristo. […] Lo que no enseña a Cristo, no es apostólico, aunque lo enseñara San Pedro o San Pablo; de nuevo, lo que predica a Cristo sería apostólico». Es decir, Lutero considera que la predicación sobre Cristo es un «criterio objetivo» para determinar la canonicidad. Así, diferentes cristianos han establecido diversos principios para el análisis de los libros. Definitivamente, hay quienes han buscado criterios más «fiables y completos» que los que mencionó Lutero. Resaltamos aquellos sugeridos por el académico F. F. Bruce; según él, la Iglesia primitiva utilizó los criterios de autoridad apostólica, antigüedad, ortodoxia y catolicidad (o recepción universal) para reconocer si un libro era inspirado. A esto hay que responder que la Iglesia primitiva sí tomó en consideración estos criterios, pero no se vio limitada a cada uno de ellos. Esta afirmación se desarrollará en extensión en la premisa 6; sin embargo, analicemos en este punto por qué ninguno de estos criterios se sostiene por sí mismo para el establecimiento del canon del Nuevo Testamento. Pero antes de iniciar, notemos que cada intento de usar un conjunto específico de criterios objetivos implica ya emplear el juicio subjetivo: ¿por qué Bruce no tomó también en consideración el criterio objetivo de Lutero? A pesar de que la subjetividad y arbitrariedad disminuyen con el uso de criterios objetivos, no desaparecen por completo.

Analicemos los criterios propuestos. Primero, la autoridad apostólica no puede ser una condición necesaria para la canonicidad, ya que Marcos y Lucas no eran apóstoles y en sus Evangelios no afirman tener conexión directa con ellos. Por otro lado, la carta a los Hebreos se atribuyó a Pablo, pero en la actualidad la mayoría de académicos está de acuerdo que dicho escrito no fue de su autoría. Entonces, por sí sola, el criterio de la autoridad apostólica debería rechazar estos libros canónicos actuales. Únicamente mediante la Tradición apostólica podría justificarse que es racional que los libros mencionados sean incluidos en las Escrituras: Marcos era intérprete de Pedro y Lucas era compañero de viaje de Pablo, por ejemplo. Si, por el momento, el cristiano protestante acude a la Tradición para continuar sosteniendo su argumento, debería reconocer que otros escritos también deberían ingresar al canon, como las obras de Clemente de Roma, Policarpo de Esmirna e Ignacio de Antioquía, dado que sus autores fueron igualmente discípulos o compañeros de los apóstoles. Segundo, el criterio de antigüedad no puede ser una condición suficiente por sí misma, puesto que, si el criterio se sigue, deberían incluirse también otras obras cristianas del siglo I (o escritas inmediatamente después) como la Didaché o los escritos de los mismos Clemente, Policarpo e Ignacio. Incluso, estos libros pasan el criterio de ortodoxia. Este principio es el más válido propuesto por Bruce, pues la ortodoxia sí es una condición necesaria para la canonicidad (como se verá adelante), pero definitivamente representa el criterio más problemático para el cristiano protestante, pues la ortodoxia proviene directamente de la Tradición apostólica, que no compatibiliza enteramente con la doctrina protestante de sola scriptura. Solo mediante la Tradición puede dictaminarse si una enseñanza es ortodoxa o no, es decir, si es conforme con las enseñanzas de los apóstoles. Por otro lado, recordemos que los criterios dados por los cristianos protestantes proponen ser aplicables en todo tiempo, incluso en la actualidad, puesto que, según ellos, la Iglesia primitiva «no tenía más autoridad» que los cristianos contemporáneos. En ese sentido, si los cristianos del siglo XXI empezamos a considerar que alguna enseñanza en un libro es incorrecta o inválida y establecemos una «nueva ortodoxia», entonces, el libro debería ser retirado del canon; y esto deja nuevamente espacio a la subjetividad. Por último, respecto al criterio de catolicidad o recepción universal, es necesario recordar que es un hecho histórico que los primeros cristianos no llegaron a un consenso en materia del canon, en los primeros siglos. Lo reiteramos con las palabras del protestante L. M. McDonald: «La noción de un canon cerrado del Nuevo Testamento no fue un desarrollo del segundo siglo en la Iglesia primitiva. […] Todavía había considerables diferencias de opinión acerca de lo que debía comprender dicho canon incluso en los siglos cuarto y quinto». Por lo tanto, los criterios objetivos no explican el canon neotestamentario.

Luego, se han propuesto los llamados criterios de «autoautenticación». Según dijo Juan Calvino: «La Escritura es realmente autenticada por sí misma, por tanto, no es correcto someterla a pruebas y razonamiento. […] ¿Cómo seremos persuadidos que vino de Dios sin recurrir a un decreto de la Iglesia? Es lo mismo que si preguntara, ¿cómo aprendemos a distinguir la luz de la oscuridad, lo blando de lo negro, lo dulce de lo amargo? La Escritura se manifiesta a primera vista con una clara evidencia de su verdad, como el blanco y el negro lo hacen por su color, el dulce y amargo por su sabor». Para Calvino, como para muchos otros protestantes, la Escritura es capaz de autenticarse a sí misma a través de una mezcla de criterios subjetivos y criterios objetivos. Pongamos de ejemplo la postura de M. Kruger. Para él, el canon se autentica a sí mismo a través de la providencia divina (Dios pudo permitir que algunos libros permanezcan en existencia para ser autenticados y que otros se perdieran), por sus «cualidades divinas» (belleza, eficacia y armonía) y mediante la confirmación divina a través del testimonio del Espíritu Santo. Ante estas supuestas causas se responde de diversa manera. Primero, ya se determinó que es sumamente problemático aludir únicamente al testimonio del Espíritu Santo para determinar la canonicidad de libros, sobre todo porque, cuando se menciona esto, el protestante realmente se refiere al testimonio interno y subjetivo propios. Segundo, analicemos con mayor profundidad la afirmación de Kruger sobre las «cualidades divinas», que sería la afirmación novedosa en relación con otros criterios. Él usa la siguiente analogía: «Si el mundo creado (revelación general) puede hablar claramente de que proviene de Dios, ¿cuánto más el canon de las Escrituras (revelación especial) puede hablar claramente de que proviene de Dios?». Es decir, para Kruger, la creación manifestaría a un autor divino porque contiene cualidades divinas, como belleza, armonía y eficacia, que somos capaces de reconocer con la ayuda del Espíritu Santo; y, con semejante método, identificaríamos a los libros cristianos como verdaderos. ¿Por qué esta argumentación no es efectiva? En primer lugar, simplemente, porque la belleza o armonía del mundo no concluyen racionalmente la existencia de Dios. Únicamente el ordenamiento y origen del universo lo deducen. Precisamente por ello, los pasajes de la Escritura que mencionan que podemos conocer a Dios a través de su creación (Romanos 1, 20; Salmo 19, 2) no mencionan a la belleza de lo creado; en cambio, se refieren al poder de Dios que es mostrado en su grandiosa obra, o hablan de efectos que solamente un Dios todopoderoso podía crear. En segundo lugar, porque el atributo de «belleza» existente en los textos del Nuevo Testamento también está presente en otras obras antiguas y modernas de la literatura sagrada y secular; y estas últimas no son consideradas Escrituras. Es decir, no es un criterio suficiente para determinar la canonicidad. Percatándose de este inconveniente, Kruger añade posteriormente que también deben considerarse los criterios de apostolicidad y catolicidad para determinar el canon. Pero ya hemos argumentado que estos tampoco son criterios efectivos. Ergo, los criterios de autoautenticación no son válidos para el establecimiento del canon.

Finalmente, se han planteado criterios falibles. Comúnmente quien sostiene este criterio ya ha aceptado que la Iglesia antigua es la causa del establecimiento del canon del Nuevo Testamento, pues ella lo dictaminó, y también acepta que este canon es el correcto, que no posee error. Sin embargo, objeta que la Iglesia fue falible en su dictamen, es decir, pudo haber errado en su decisión. En última instancia, según esta postura, la Iglesia carece del especial carisma de «infalibilidad» que sí poseen las Escrituras. Como afirma el protestante K. Madison: «Es lógica y teológicamente posible que cualquier individuo o iglesia falible haga una declaración inerrante. El punto es este: la falibilidad de la iglesia no significa que ella siempre deba errar, solo que ella puede errar». Según él, es posible que una entidad falible, como la Iglesia, tome una decisión infalible; como dice el dicho: «un reloj roto da la hora dos veces al día». Entonces, las Escrituras llegarían a ser, como dijo R. C. Sproul: «Una colección falible de libros infalibles». Para aquellos protestantes, la confianza en la veracidad y precisión del canon no se vería mermada, pues «una cosa es decir que la iglesia pudo haber errado, otra cosa es decir que la iglesia se equivocó». A esto hay que decir que es arbitrario afirmar que la Iglesia pueda fallar en muchas materias, pero «justo» con la doctrina del canon no cometió error. ¿En qué verdad o hecho se basa nuestra certeza para afirmar ello?

Quienes sostienen esta postura no tienen una respuesta clara y consistente; más bien, evidencian su arbitrariedad: la postura que toman para defender la infalibilidad de las Escrituras es diferente de cuando abordan la infalibilidad de la Iglesia. Analicemos al mismo Sproul. El teólogo protestante G. C. Berkower afirmó que las Escrituras son falibles, pero aun así pueden comunicar revelación divina. Ante ello, Sproul, defendiendo la infalibilidad bíblica, afirmó que este enfoque nos deja sin respuesta a «la pregunta del grado de confiabilidad bíblica. ¿Es la Biblia total y completamente confiable? Si es así, ¿qué hay de malo con la afirmación de inspiración verbal e inerrancia?». Podríamos devolverle la pregunta a Sproul respecto al canon: «¿La doctrina del canon es infalible? Si es así, ¿qué hay de malo con el carisma de infalibilidad de la Iglesia que pronunció el canon mismo?». Otro protestante que sostiene el criterio falible, el académico J. White, dice: «El fundamento de la certeza de nuestro conocimiento del canon se basa en los propósitos de Dios al dar las Escrituras, no en la supuesta autoridad de un cuerpo eclesial». Continúa argumentando que la Iglesia era únicamente «un “medio” para establecer un conocimiento generalizado del canon, para que la Escritura funcione como Él decretó que funcionara». Sin embargo, en el mismo libro, White trata de manera distinta la inspiración de las Escrituras: dice que «no hace sentido» que Dios use Escrituras errantes como un medio para establecer un conocimiento generalizado de las verdades infalibles del Evangelio. Él declara: «La enseñanza infalible no se deriva de fundamentos errantes». Pero, en ese mismo sentido, ¿no significa que la enseñanza infalible del canon solo puede derivarse del fundamento de una Iglesia infalible que no puede errar cuando defiende doctrina? Como vemos, los criterios falibles son aplicados arbitrariamente; parece ser que aquellos autores lo utilizan solo cuando así lo desean. Por lo tanto, los criterios falibles no sostienen ni explican la canonicidad de los libros del Nuevo Testamento.

Las alternativas anteriores no son motivos suficientes, en algunos casos, o necesarios, en otros, para determinar el canon. Entonces, ¿cuál es el criterio que se siguió para el establecimiento del canon? Notemos la naturaleza de las enseñanzas cristianas presentes de las Escrituras. Son consideradas, en primer lugar, como enseñanzas infalibles. Solo una ínfima proporción de cristianos, a quienes denominaríamos ya herejes, afirman que las Escrituras no son infalibles en materia de fe y doctrina cristiana, es decir, que son capaces de errar. Por otro lado, todo cristiano acepta la autoridad de las Escrituras, y afirma también que a esta autoridad deben someterse todos los demás creyentes de manera necesaria. Es decir, los cristianos sostienen que la autoridad de las Escrituras es vinculante. Entonces, dados estos especialísimos atributos de las Escrituras, ¿no es razonable creer que la causa del establecimiento del canon mismo, que es justamente la lista o índice de las Escrituras, es y deba ser necesariamente infalible y vinculante? De lo contrario, ¿de qué otra manera podríamos tener certeza de que lo que tenemos en nuestras manos es verdaderamente «inspirado por Dios»? Esta es la única opción racional: la causa también debe ser infalible y vinculante. Ahora bien, «establecer» o «determinar» son acciones propias de seres conscientes, de personas u organizaciones. Por tanto, es esperable que la causa «establecedora» o «determinante» del canon sea también una persona u organización (a menos que aluda a una causa física o al azar, lo cual sería absurdo). En el específico caso del canon del Nuevo Testamento, lo más natural sería creer que dicha «persona» es Dios mismo; sin embargo, como se mencionó anteriormente, no hay evidencia histórica que Él haya establecido el canon de manera directa. Entonces, ha habido al menos una causa intermedia, que actuó de dicha forma en persona de Dios o en su autoridad. Ergo, la causa del canon ha sido una autoridad infalible y vinculante, cuyos atributos los obtiene por actuar en representación de la divinidad. Esto es afirmado por la premisa 5.

La premisa 6 afirma un hecho histórico innegable: La Iglesia Católica determinó el canon del Nuevo Testamento. Y, en el proceso, la Tradición apostólica sirvió como criterio clave y necesario, pero no suficiente. Identifiquemos brevemente el desarrollo del canon neotestamentario.

Primero, el mensaje de Jesucristo fue recibido por los apóstoles y primeros discípulos, quienes, por mandato de su Maestro, iniciaron la predicación desde Judea a otras partes del mundo. Las primeras misiones de evangelización fueron orales, como nos relatan las Escrituras. Pensemos en las predicaciones de Pedro (Hechos 2, 14-36) y Pablo (Hechos 17, 22-31). Luego, los apóstoles escribieron cartas a las comunidades específicas que ya habían evangelizado previamente de manera oral (1 Corintios 1, 2), a diversas comunidades, con autoridad universal, (I Pedro 1, 1) o a personas específicas (1 Timoteo 1, 2). Con el paso del tiempo, los apóstoles y sus sucesores vieron la necesidad de relatar la vida de Jesucristo en los Evangelios y los hechos de la Iglesia primitiva en los Hechos de los Apóstoles. Con el paso del tiempo, llegando ya al final de la era apostólica, los miembros de la Iglesia, que continuaban ejerciendo una autoridad pastoral de manera ininterrumpida (véase el artículo La Sucesión Apostólica), elaboraron otros escritos para los primeros creyentes, relacionados a enseñanzas, instrucciones de culto o profecías. Se elaboraron, por ejemplo, la Didaché, la primera carta de Clemente a los corintios, la carta de Bernabé, el Pastor de Hermas, etc. Y, posteriormente, se realizaron otros textos que, por sus orígenes, eran simplemente falsos, como el Evangelio de Pedro, y que además contenían doctrina herética. En resumen, el mensaje de Jesús es recibido por los apóstoles y ellos transmiten el mensaje de manera oral y escrita; luego, los sucesores de los apóstoles trasmiten el mensaje que obtuvieron de los apóstoles. A esta transmisión, muchos cristianos le denominamos «Tradición apostólica». La palabra tradición proviene del verbo latino tradere, que significa «entregar»; y, para el caso del mensaje cristiano, se especifica el término a «Tradición apostólica», pues el mensaje es transmitido por y tiene su origen en los apóstoles. De esta manera, pueden comprenderse las palabras que Pablo dirige a la comunidad de Tesalónica: «Así pues, hermanos, manteneos firmes y conservad las tradiciones que habéis aprendido de nosotros, de viva voz o por carta» (2 Tesalonicenses 2, 15). Entonces, como se aprecia, fue, a través de las autoridades de la Iglesia de Jesucristo y la Tradición apostólica, que los primeros escritos cristianos fueron elaborados. Muchos de estos escritos se transmitieron rápida y fuertemente a lo largo de las comunidades cristianas y su inclusión en el futuro canon del Nuevo Testamento no fue puesta en duda. Ese fue el caso de, por ejemplo, el Evangelio de Mateo y la carta de Pablo a los Romanos. Pero en el caso de otros, particularmente de los más cortos o escritos tardíamente, la transmisión no se dio prontamente. Por ello, hubo opiniones divididas respecto a estos libros, como la carta de Pablo a los Hebreos, la carta de Santiago, segunda de Pedro, segunda y tercera de Juan, Judas y el Apocalipsis de Juan.

Luego del paso de las décadas, la Tradición tuvo un rol opuesto: en lugar de dar argumentos para incluir a algún libro, daba argumentos para excluir a otros. Cuando un nuevo libro aparecía, se podía hacer la pregunta: ¿si este libro es apostólico, por qué no hay tradición al respecto? ¿dónde están las iglesias que pueden dar fe de su autenticidad y que lo han estado leyendo en sus liturgias todo este tiempo? Así, por ejemplo, la falta de alguna tradición relacionada al Protoevangelio de Santiago y los Hechos de Pablo fue una razón para no incluirlos en el canon. Además, la Tradición fue la base para el establecimiento de la «ortodoxia cristiana», es decir, de la correcta doctrina, y facilitó notar qué libros contradecían las enseñanzas recibidas de los apóstoles. Mediante este criterio, las obras conocidas como el Apócrifo de Juan o el Apócrifo de Santiago fueron reconocidas inmediatamente como falsas y, por tanto, no fueron incluidas en el canon: contenían herejías gnósticas que contradecían la Tradición.

Sin embargo, aunque la Tradición fue un criterio necesario, no fue el criterio suficiente. Como se indicó, es evidente que hasta el siglo IV no todos los cristianos estaban de acuerdo en la cuestión del canon. Ya a partir del Edicto de Milán que permitió la tolerancia de la religión cristiana en el año 313, la Iglesia y sus líderes tuvieron mejor oportunidad de esclarecer doctrinas centrales de la religión; y una de ellas fue el canon de las Escrituras. Así, esta Iglesia, que ya había tomado el nombre de «Iglesia católica», continuó ejerciendo la capacidad que tuvo desde su origen para reunirse y decidir sobre materias de fe (Hechos 15, 6-29), y se congregó localmente en el Sínodo de Roma, presidido por el Papa Dámaso I, en el año 382. Mediante este sínodo, la Iglesia antigua definió el canon del Nuevo Testamento que continúa siendo el mismo canon reconocido en la actualidad por todos los cristianos. Posteriormente, la Iglesia respaldó el canon romano en los concilios regionales de Hipona (393), y en el primer y segundo concilio de Cartago (397 y 419, respectivamente). Este canon también fue afirmado por el Papa Inocencio I en el 405. Entonces, reconociendo la autoridad de la Iglesia, las discrepancias entre los cristianos en materia del canon fueron desapareciendo paulatinamente, y el canon definido empezó a ser recibido como una doctrina establecida. Esto lo reconoce el académico protestante F. F. Bruce: «Agustín, como Jerónimo, heredó el canon de las Escrituras como algo “dado”. Era parte de la fe cristiana que abrazó en su conversión en el 386». Finalmente, la doctrina del canon fue a nivel dogmático en el concilio de Trento, del año 1546. Ergo, históricamente, es innegable el hecho que la Iglesia Católica definió el canon, dando fin a las disputas de los primeros cristianos al respecto. Como diría T. Horn: «La cuestión del canon se resolvió a través de un progresivo proceso que no habría sido posible sin que la Iglesia declarara con autoridad el contenido del canon en función de su recepción a través de la Sagrada Tradición».

En conclusión, la Iglesia Católica es la autoridad que actuó, en representación de Nuestro Señor, de manera infalible y vinculante para el establecimiento del canon. Y, esta autoridad sumamente especial, solamente puede ser propia de la Iglesia verdadera, porque a ella le han sido dadas, por el mismo Jesucristo, «las llaves del Reino de los Cielos» y el poder de «atar y desatar» (Mateo 16, 19). Todos los cristianos le debemos a ella el conocimiento de la Palabra de Dios y nos sometemos a su dictamen del canon, así no lo hagamos de manera consciente. Habiendo comprendido esto, que Jesucristo también confío a la Iglesia la grandiosa responsabilidad de administrar y cuidar su Palabra, «sorprendámonos y glorifiquemos a Dios, que ha dado tal poder a los hombres» (Mateo 9, 8). Seamos intelectualmente honestos y espiritualmente humildes como Agustín de Hipona: «No creería en el Evangelio si no me moviese a ello la autoridad de la Iglesia Católica».

AMTG

1

 Justino Mártir, Primera Apología, 67.

2

 Citado en Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica, 5.8.2-8.

3

 Bruce Metzger, The Canon of the New Testament: Its Origin, Development, and Significance, 134.

4

 Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica, 3.25.

5

 Tren Horn, The Case for Catholicism: Answers to Classic and Contemporary Protestant Objections, I, 4, p. 62.

6

 Charles Briggs, Church Unity: Studies of Its Most Important Problems, 161.

7

 Libro de Mormón 9, 8: “Hará que tu pecho arda en ti”.

8

 Paul Althaus, The Theology of Martin Luther, 83.

9

 Lee Martin McDonald, Biblical Canon, 383.

10

 Michael Kruger, Canon Revisited, 91.

11

 Ibidem, 99.

12

 Keith Mathison, The Shape of Sola Scriptura, 315. 

13

 Robert Charles Sproul, Scripture Alone: The Evangelical Doctrine, 42.

14

 Ibidem, 67.

15

 James White, Scripture Alone, 107.

16

 Ibidem, 73.

17

 Jimmy Akin, The Bible is a Catholic Book, 4.

18

 Ignacio de Antioquía, Espístola a los esmirneanos, 8.

19

 Frederick Fyvie Bruce, The Canon of Scripture, 209.

20

 Tren Horn, The Case for Catholicism: Answers to Classic and Contemporary Protestant Objections, I, 4, p. 57.

21

 Agustín de Hipona, Against the Fundamental Epistle of Manichaeus, 5.

Por Mauricio Briceño