El cristianismo y las principales religiones monoteístas del mundo sostienen firmemente que Dios es omnipotente. Así, por ejemplo, todos los domingos en misa los cristianos católicos confesamos creer en «Dios Padre, todopoderoso». Como observa el Catecismo, de todas las características divinas, es la omnipotencia la única nombrada en el Credo. Esto nos demuestra la importancia de un atributo que nos plantea que Dios «todo lo puede». Y es que si efectivamente él todo lo puede, entonces su amor, su bondad, su misericordia y su justicia todo lo pueden también. Sin embargo, existe una clásica objeción a este atributo conocida como la «paradoja de la omnipotencia».
Entonces, no es la omnipotencia lo que sería paradójico, sino la propia pregunta puesto que ha partido de un malentendido del atributo. No es la omnipotencia la que carece de sentido, sino la paradoja. La omnipotencia bien entendida no implica hacer cualquier cosa, sino todo lo que evidencia el verdadero poder.
Esta aparente paradoja es ilustrada con el clásico caso de la piedra: ¿puede Dios crear una piedra tan pesada que ni él mismo pueda levantar? Si la respuesta es no, entonces habría algo que Dios no puede hacer: crear esta piedra. Y si sí puede, entonces del mismo modo habría algo que Dios ya no podría hacer: levantar dicha piedra. Sea de una u otra manera, la omnipotencia divina parece verse comprometida. Siguiendo esta misma lógica, podríamos crear nuestras propias paradojas a gusto: ¿puede Dios hacer un acertijo tan complicado que ni él mismo podría resolver? ¿puede Dios hablar tan bajo que ni él mismo se podría escuchar? ¿puede Dios hacer un ceviche tan picante que ni él mismo podría comer? En el fondo nos damos cuenta de que lo que está en cuestión es la siguiente interrogante: ¿puede Dios no poder?
Esta es la objeción que presenta la famosa paradoja: sostener que el concepto de omnipotencia es en sí mismo contradictorio, pues si Dios es omnipotente, puede hacer cualquier cosa y en virtud de esa omnipotencia, podría también no ser omnipotente, lo cual es absurdo y contradictorio. Por tanto, un ser omnipotente no puede existir; en consecuencia, Dios no existe. ¿Cómo responder a esto? En verdad, es menos complejo de lo que parece: definiendo lo que verdaderamente es la omnipotencia. Para el teísmo clásico la omnipotencia no significa «hacer cualquier cosa», sino que supone la «posesión plena y total del poder». En tal sentido, omnipotencia es solo aquello que demuestra siempre de manera necesaria esta «posesión plena y total del poder», y recordemos que lo que está planteando esta paradoja es la posibilidad de que Dios no pueda. Entonces, no es la omnipotencia lo que sería paradójico, sino la propia pregunta puesto que ha partido de un malentendido del atributo. No es la omnipotencia la que carece de sentido, sino la paradoja. La omnipotencia bien entendida no implica hacer cualquier cosa, sino todo lo que evidencia el verdadero poder. De hecho, Dios no solo no podría hacer una piedra tan pesada que no pueda levantar, sino muchas más cosas. Tampoco puede pecar, morir, equivocarse, cansarse, mentir o enfermarse, porque todo esto, lejos de ser una manifestación del verdadero poder, es más bien una privación o negación del mismo. San Agustín ya nos decía que a Dios «algunas cosas no le son posibles, precisamente por ser omnipotente (1)». Nosotros, en cambio, sí que podemos pecar, equivocarnos y fallar, pero precisamente porque carecemos del pleno poder. ¿O acaso se atrevería alguien a decir que pecamos, nos equivocamos y fallamos justamente porque somos todopoderosos?
Por otro lado, hacer cualquier cosa implicaría también hacer lo ilógico, lo absurdo y lo contradictorio, y todo esto no se constituye como una manifestación del verdadero poder. La omnipotencia, en cambio, significa hacer solo lo lógicamente posible, no lo lógicamente imposible. Santo Tomás lo explica de la siguiente manera: «Cuando se dice que Dios todo lo puede, lo más exacto es entender que puede todo lo posible, y que por esto se le llama omnipotente (2)». En ese mismo apartado señala también que «no es propio de la omnipotencia hacer lo contradictorio (3)». En tal sentido, Dios tampoco puede hacer un círculo cuadrado, o un triángulo de dos lados, o un soltero casado, u obligarnos a que lo amemos libremente, no porque esto demuestre una carencia de su poder, sino porque que viola los principios de la lógica y de la propia razón con la que ha creado toda la realidad. Así, lo imposible, lo ilógico, lo absurdo y lo contradictorio, por propia definición, no puede ser hecho. Decir que Dios puede hacer lo que no puede ser hecho, sería afirmar una contradicción, haciendo que el concepto de omnipotencia sea precisamente un absurdo a todas luces. Si decimos, una vez más, que él no puede hacer tales cosas no es por «insuficiencia del poder divino, sino porque no puede tener razón de factible, ni siquiera de posible. Por consiguiente […], más exacto es decir que no puede ser hecho que decir que Dios no puede hacerlo». C. S. Lewis, en su libro El problema del dolor, sostiene que lo contradictorio en verdad no significa nada por mucho que le pongamos delante la frase o la pregunta: «¿Dios puede?». Así, por ejemplo, cuando nos preguntamos «¿Dios puede hacer un círculo cuadrado?» no estamos diciendo nada en absoluto, puesto que un círculo cuadrado no tiene realidad ontológica y al no ser real no puede ni ser ni significar nada. Que algo pueda ser dicho no lo hace necesariamente real. En este mismo sentido, podríamos inventarnos cualquier palabra y preguntarnos si Dios podría hacerla o crearla. Podríamos tomar –por qué no– uno de los verbos e ingeniosos sustantivos que se inventó Cortázar en su famoso capítulo 68 de Rayuela y preguntarnos: «¿Puede Dios relamar las incopelusas?». Aunque sabemos de la connotación poética que pretendía sugerir Cortázar, desde un punto de vista objetivo, estas palabras no tienen significado real.
Ahora bien, ante todo esto se podría estar originando la siguiente interrogante: si Dios solo puede hacer todo lo posible y no lo imposible, ¿dónde quedan los milagros? Aquí es que debemos decir que los milagros no están dentro de lo que es imposible, ni ilógico, ni absurdo, ni contradictorio. Un milagro no es precisamente un acto sin sentido en absoluto, sino que es un acto sin explicación natural en absoluto, cosa muy distinta. Lo que consideramos milagros son hechos que no están sujetos a las leyes de la naturaleza, pero que tienen una perfecta justificación si existe algo más allá de lo natural; esto es, lo sobrenatural. De hecho, cuando concluimos que algo ha tenido que ser un milagro es porque nos resulta perfectamente lógico si es que Dios existe. Lo ilógico sería suponer un milagro si Dios no existe. Así, tenemos casos de muchos escépticos que han llegado a abrazar la fe gracias a haber sido testigos directos de algún milagro, no porque hayan renunciado a su razón, sino precisamente porque ella misma los llevó a concluir que lo natural no era lo único que debía existir, sino que, dados los hechos, necesariamente debía haber algo más allá. En tal sentido, que una persona se caiga de un décimo piso golpeándose la cabeza directamente contra el cemento, vaya al hospital a ser atendida y, tras muchas oraciones, se levante del quirófano sin rasguño alguno como si nada hubiese sucedido no carece de sentido del mismo modo que lo hacen un círculo cuadrado o un soltero casado. Carecería de todo sentido si lo único que existe son las leyes de la materia. Pero tendrá todo el sentido del mundo si existe una fuerza sobrenatural, trascendente, inmaterial, personal, sabia, amorosa y todopoderosa que resulta ser la explicación más razonable a dichas oraciones. Eso que precisamente llamamos Dios.
Es importante, entonces, comprender lo que significa verdaderamente la omnipotencia para no caer en los malentendidos o caricaturas que se suelen hacer de los atributos divinos. Así es que concluimos afirmando, a modo de resumen, que la omnipotencia bien entendida es la posesión plena y total del verdadero poder (no es hacer «cualquier cosa» ni demostrar que existe carencia de poder) y es también la capacidad de hacer todo lo lógicamente posible. La famosa paradoja de la omnipotencia, entonces, lejos de estar en la naturaleza misma de Dios, está más bien, y siempre lo ha estado, en la propia paradoja.
1
Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 25, a.3
2
Ibid, a. 4
3
Ibid.