En el estudio de las religiones comparadas, es sabido que tanto el cristianismo, como el judaísmo y el islam comparten una cosa en común: su origen abrahámico y su claro monoteísmo. A diferencia de muchas otras importantes religiones, estas tres poseen una tradición identificada con Abraham y al mismo tiempo sostienen que hay un solo Dios y fuera de Él no hay otro más. En el judaísmo se le conoce con el nombre de Yahweh; en el cristianismo, con el nombre de Jesucristo, mientras que en el islam recibe el nombre de Alá. Ante este hecho, muchos son los que piensan que da lo mismo cómo lo llamemos, en el fondo, todos creemos en el mismo Dios. ¿Pero es esto verdad? En el artículo anterior demostramos que Jesús es el Mesías esperado por el pueblo judío y que por tanto el judaísmo de hoy no puede ser la religión verdadera. En el presente artículo demostraremos que el Dios del Islam, Alá, no puede ser el Dios verdadero. No obstante, no podemos negar que cuando un judío o un musulmán adora de todo corazón a su propio dios de alguna manera se está dirigiendo al único Dios verdadero; pero con esta crucial diferencia: no es gracias a su religión, sino a pesar de ella. Sin lugar a dudas, Dios ve los corazones sinceros de todos los que le buscan, pero Él se ha revelado de manera plena y exclusiva por medio de Jesucristo, y es en este sentido que de ninguna manera podemos decir que todos los dioses son el mismo.
¿Cómo podemos demostrar que Alá no puede ser el Dios verdadero? Básicamente por medio de tres vías. La primera es la concepción misma de Alá, la segunda es la fiabilidad histórica y un análisis crítico del Corán y la tercera es un análisis crítico de Mahoma. Empecemos con la primera vía. Es cierto que Alá y el Dios cristiano comparten cosas en común: ambos son todopoderosos, omniscientes, eternos y misericordiosos. Sin embargo, existen diferencias sustanciales que hacen que Alá no pueda ser el Dios verdadero. La primera de todas es que Alá no se corresponde del todo con la definición de Dios. Según San Anselmo, Dios debe ser «el ser más grande concebible» (1). Esto implica que Dios no solo sea omnipotente, omnisciente y omnipresente, sino también omnibenevolente. Si Dios es todo lo bondadoso posible, su bondad debería superar con creces la de todos los seres humanos. Y el mayor acto de bondad se expresa por medio de un amor total, universal, imparcial, perenne e incondicional. No obstante, el amor de Alá es limitado, parcial y condicional. El propio Corán dice: «Alá no ama a los impíos» (Sura 3:140), «Combatid por Alá contra quienes combatan contra vosotros, pero no os excedáis. Alá no ama a los que se exceden» (Sura 2:190), «A quienes hayan creído y obrado bien, el Compasivo les dará amor» (Sura 19:96). Vemos, pues, cómo el amor de Alá está sujeto a condición: solo está para los obedientes, creyentes y virtuosos. Con los incrédulos e impíos no solo no tiene amor, sino que incluso llama a combatirlos con violencia: «Matadles donde deis con ellos, y expulsadles de donde os hayan expulsado. Tentar es más grave que matar. […] Así que, si combaten contra vosotros, matadles: esa es la retribución de los infieles» (Sura 2:191), «A quienes no crean en Nuestros signos les arrojaremos a un Fuego. Siempre que se les consuma la piel, se la repondremos, para que gusten el castigo. Alá es poderoso, sabio» (Sura 4:56). Pasajes como estos han inspirado a cuanto movimiento terrorista se ha levantado en Medio Oriente en las últimas décadas. No se ha tratado de interpretaciones caprichosas, sino de palabras que revelan a un Dios que condiciona su amor e incluso llama a perseguir al incrédulo.
¿Cómo es, en cambio, el amor del Dios cristiano? Sin duda, muy superior. Con Jesucristo la revelación del amor divino se vuelve francamente insuperable. «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan, 3, 16) dice el pasaje más popular de todas la Biblia. A diferencia de Alá que espera de sus criaturas obediencia y virtud para recién darles su amor, el Dios cristiano tomó la iniciativa y, aún cuando éramos sus enemigos, envió a su único Hijo a morir por nosotros. Como dice San Pablo: «mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros. […] Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida!» (Romanos 5, 8 y 9). Por otra parte, ¿qué nos manda Cristo hacer con nuestros enemigos? «Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y no harás amistad con tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y recen por sus perseguidores» (Mateo, 5, 43-44). A diferencia del Islam que manda combatir con la violencia a los enemigos de la fe, Cristo exhorta a que los amemos y oremos por ellos. Si ponemos en la balanza el amor de Alá mostrado en el Corán y el amor de Jesucristo expresado en el Nuevo Testamento, no hay duda razonable de la superioridad del amor cristiano. Por esta razón, Alá no es el «ser más grande concebible» ya que su amor y su bondad son bastante dudosos, por decir lo menos. En consecuencia, Alá no puede ser el Dios verdadero.
Con respecto a la segunda vía podemos decir que el Corán, a diferencia del Nuevo Testamento, no pasa con éxito el análisis crítico y las pruebas para su fiabilidad histórica. Recordemos que para que un documento pueda ser considerado históricamente fiable debe pasar la prueba bibliográfica, la prueba de evidencia interna y la prueba de evidencia externa. Con respecto a la primera prueba —que hace referencia a cuán fiel es el documento actual con las copias originales— lo primero debemos decir que el Corán fue preservado de una manera bastante cuestionable, puesto que a diferencia del Nuevo Testamento, el libro sagrado del Islam no tiene la riqueza y la diversidad de copias que sí tiene el documento cristiano. El torno al año 650, el califa Uthmán decidió quemar todas las copias divergentes de la versión «oficial» del Corán para así quedarse con una sola. Si bien es cierto, el consenso de eruditos afirma que la versión que tenemos de hoy del Corán no difiere demasiado de la original, existe al mismo tiempo una gran cantidad de dudas razonables. Del Nuevo Testamento, por ejemplo, tenemos a disposición toda la variedad de diferentes copias divergentes para poder hacer la comparación, mientras que con el Corán eso no es posible debido a la quema de Uthmán.
Vemos la diametral diferencia entre la figura de Jesucristo y la de Mahoma. Mientras uno predicó que para ganar la vida eterna había de perder la vida temporal, el otro predicó que el cielo no era más que una extensión del placer carnal terreno. Mientras uno murió incluso por sus enemigos, el otro mató y mandó matar con el fin de ganar más adeptos.
Sobre la prueba de evidencia interna —que tiene que ver con la coherencia y honestidad del autor del documento— el Corán es todavía más cuestionable. Dante Urbina señala un ejemplo al respecto: «¿Se puede cambiar la revelación de Alá? Sura 10:64 claramente nos dice que “No cabe alteración en las palabras de Alá” pero, por otra parte, Sura 16:101 nos da directamente a entender que ello sí es posible: “Cuando sustituimos una aleya por otra -Alá sabe bien lo que revela- dicen: ‘¡Eres solo un falsario!’ Pero la mayoría no entiende lo que hacemos”. (Esto último, conocido como doctrina de la abrogación, también hace dudar de la sinceridad del autor por cuanto ya hace que cualquier cambio o adición arbitraria que realice la pueda justificar simplemente diciendo que “Alá sabe bien lo que revela” y si se insiste en el cuestionamiento se apelará a que “la mayoría no entiende lo que hacemos”)» (2). Sobre estas contradicciones internas hay un famoso episodio en el que Mahoma escribió en una sura del Corán que existían tres diosas, al-Lat, al-Uzza y Manat, que podían interceder ante Alá para poco tiempo después afirmar que el ángel Gabriel se le había aparecido para reprimirlo por decir semejante cosa, y que en el fondo esas palabras habían sido inspiradas por Satán. De ahí que a estos versículos se les conozca como los «versos satánicos» (3). Esto ya nos habla de la extraña manera en que el Corán fue escrito y de la extravagante forma que pretende presentarse como inspiración divina. A diferencia del Nuevo Testamento, que se trata de un conjunto de documentos históricos escritos por diferentes autores que fueron testigos oculares de los relatos, el Corán fue registrado por un solo hombre —Mahoma— en distintos momentos de «inspiración divina» y que pretende relatar algunos hechos ocurridos muchos siglos anteriores. Como observa Gerald R. McDermott: «Mientras que los cristianos creen que la Biblia es un producto conjunto de la agencia humana y divina, los musulmanes creen que su libro sagrado, no contiene ni una pizca de influencia humana. Los cristianos por lo general quieren distinguir el estilo de escritura personal de Pablo o de las influencias culturales de la Palabra divina, por ejemplo, pero los musulmanes niegan que la personalidad de Mahoma o las afinidades culturales tengan nada que ver con las palabras del Corán» (4). Nos damos cuenta, entonces, que la fe islámica en el Corán —y por consecuencia en Alá— es estrictamente fideísta, a diferencia de la fe cristiana que no excluye para nada la razón.
Con respecto a la prueba de evidencia externa debemos decir que el Corán termina peor parado todavía. Sin ser un libro histórico, pretende relatar algunos episodios de la historia, inspirados en leyendas y mitos sobre personajes reconocidos. Por ejemplo, en la Sura 18 aparece una figura que la tradición y erudición islámica ha adjudicado a Alejandro Magno. No obstante, la forma en que aparece está inspirada en unos textos conocidos como Romance de Alejandro, que eran una colección de manuscritos sobre una biografía legendaria de Alejandro. Sin embargo, el Corán lo pretende pasar como verdadero y no como mitológico. Lo mismo sucede con la figura de Jesús, de la cual se dicen cosas históricamente ciertas y otras completamente falsas. Por ejemplo, se dice que efectivamente nació milagrosamente de la Virgen María, sin embargo, la narración de su nacimiento está inspirada en el Evangelio del Pseudo Mateo, en el que se relata que María dio a luz a Jesús sola, debajo de una palmera. Se trata de un evangelio apócrifo escrito a mediados del siglo VI. Estamos hablando de un documento escrito 600 años después de la vida de Jesús. Parece que Mahoma prefirió inspirarse en fuentes legendarias y dudosas mucho más tardías que los evangelios canónicos que, más bien, fueron escritos pocas décadas después de los hechos relatados. Asimismo, el Corán dice que Jesús no fue crucificado ni que murió, sino que a los judíos les pareció así. Aquí vemos un evidente error histórico: ya en el artículo sobre la Resurrección dejamos en claro que la crucifixión y muerte de Cristo es un hecho aceptado aún por escépticos como Gerd Lüdermann, quien afirma que «la muerte de Jesús, como consecuencia de la crucifixión, es indiscutible» (5). El Corán pretende decir cosas verdaderas sobre Jesús de Nazaret, siendo un documento del siglo VII, mientras que el Nuevo Testamento se trata de uno del siglo I. ¿Qué fuente sería más confiable históricamente? La respuesta se hace evidente.
Por todas estas y muchas más razones, el Corán es un libro que no pasa en absoluto la prueba de fiabilidad histórica. Algunos apologistas musulmanes podrían decir que el Corán no pretende ser histórico y que por eso no sería un problema. Pero si no pretende serlo, ¿por qué habríamos de creerle entonces lo que dice sobre la figura de Jesús de Nazaret, María, Moisés o Abraham? Y sin en cuestiones históricas comete errores semejantes, ¿cuánto más podría hacerlo en aspectos espirituales que se presentan como inspiración divina? No estamos cometiendo aquí una falacia de falsa equivalencia. No estamos diciendo que porque un texto cometa errores históricos entonces ya no pueda decir verdades espirituales. Ciertamente una persona podría escribir un libro lleno de equívocos históricos y al miso tiempo acertar en grandes verdades de fe. Pero el caso del Corán no es este. Recordemos que el Islam afirma que el Corán ha sido dictado directamente por Alá, por medio del ángel Gabriel, al profeta Mahoma. Pues bien, si el Corán contiene incoherencia interna y errores históricos evidentes, ¿es Alá un Dios que se equivoca? ¿Puede ser lógico el concepto de un dios errático? Por estos nuevos motivos es que Alá no puede ser el Dios verdadero.
Finalmente, pasemos a la tercera y última vía, analizando rápidamente la figura de Mahoma. Aquí es que podemos tomar prestado el Trilema de Lewis y reformularlo de la siguiente manera: ¿fue Mahoma un profeta, un lunático o un mentiroso? De esta respuesta dependerá la veracidad del propio Islam. Si las revelaciones que recibió Mahoma son de origen divino, entonces podría considerarse un profeta y verdadera su revelación. Si tienen un origen meramente humano, pero él las creía divinas, entonces estaba loco. Ahora bien, si todo fue un deliberado engaño de su parte, entonces era un mentiroso y además un ser malvado por pretender ganar adeptos mintiendo. Podríamos agregar acaso una cuarta opción: ¿estaba Mahoma poseído? Ya el episodio sobre los famoso «versos satánicos» nos revelan una personalidad bastante perturbada del llamado profeta, al punto de que muchos de sus contemporáneos empezaron a llamarlo «el lunático». Si el propio Mahoma aseguró que primero fue inspirado por Satanás para escribir una sura del Corán y luego dijo que el ángel Gabriel le reveló que aquello había sido un error. ¿Se supone que deberíamos creer que un hombre que no sabe discernir entre una revelación de Satanás y de un Ángel es un profeta del mismo Dios? Por otro lado, hoy sabemos que gran parte de las revelaciones del Corán no fueron de origen divino como lo aseguraba Mahoma, sino que él las tomó de los diferentes evangelios apócrifos circulados por aquel entonces. Si él lo sabía pero pretendió hacerlo pasar por nueva revelación divina, entonces fue un manifiesto mentiroso. No obstante, muchos propios registros musulmanes afirman que en un principio Mahoma creyó estar poseído y que todo lo que había recibido era de influencia demoniaca, pero que fue su esposa Khadijah la que lo convenció de que todo lo que había escuchado era palabra del cielo. Entonces pareciera que en un primer momento Mahoma no fue un mentiroso, sino más bien un hombre con serios problemas mentales y bajo influencia demoniaca.
Pero más adelante, su figura empieza a volverse incluso más oscura. Hasta antes de que muriera su primera esposa, el mensaje de Mahoma se centraba fundamentalmente en predicar un estricto monoteísmo que decía compartir cosas en común con la fe judía y cristiana. Pero una vez enviudado, salió de la Meca y de predicador monógamo pasó a militar de múltiples mujeres. Así, Mahoma se convirtió en un caudillo que usó la violencia para ganar seguidores a toda costa, mientras empezó a predicar un mensaje con promesas de un paraíso lleno de placeres sexuales (Sura 52:17-20). Quizá esto explique como alguien con perfil de lunático y poseído haya llegado a tener tantos seguidores. Santo Tomás de Aquino ofrece una clara exposición al respecto: «El [Mahoma] sedujo a la gente con promesas de placer carnal a las que nos incita la concupiscencia de la carne. Su enseñanza también contenía preceptos que estaban en conformidad con sus promesas, que daban rienda suelta al placer carnal. En todo esto, como se podría esperar, fue obedecido por hombres carnales y como pruebas de la verdad de su doctrina, presentó solamente las que pudieran ser entendidas por personas de una baja comprensión. Ciertamente las verdades que enseñaba estaban mezcladas con muchas fábulas y con doctrinas falsísimas» (6). A diferencia del evangelio que nos llama a tomar nuestra cruz cada día y renunciar a las vanaglorias del mundo, el mensaje de Mahoma satisfacía los deseos más bajos de quienes se le unieron. Pero no fue solo este mensaje seductor la razón de los adeptos, sino la coerción por medio de la violencia. Al respecto el Aquinate observa: «No presentó signos producidos de manera sobrenatural, que por sí solos diera un apropiado testimonio de inspiración divina; pues las acciones visibles que solamente pueden ser divinas, revelan un inspirado maestro invisible de la verdad. Al contrario de esto, Mahoma, dijo que fue enviado con el poder de su brazo –que es un signo que no falta incluso en los bandoleros y tiranos. Además, ninguno de los hombres sabios, avezados en las cosas divinas y humanas, al principio le creyó» (7).
Vemos la diametral diferencia entre la figura de Jesucristo y la de Mahoma. Mientras uno predicó que para ganar la vida eterna había de perder la vida temporal, el otro predicó que el cielo no era más que una extensión del placer carnal terreno. Mientras uno murió incluso por sus enemigos, el otro mató y mandó matar con el fin de ganar más adeptos. Se hace evidente que la revelación de Mahoma nada tuvo de divina y que por tanto su religión no puede ser sobrenatural ni verdadera. El mismo Corán dice que «Quien obedece al Enviado, obedece a Alá» (Sura 4:80). ¿Cómo podría ser Alá el Dios verdadero si su máximo profeta es un hombre que no sabía discernir entre revelación de Satán y de Dios, que se consideraba a sí mismo un poseído para más tarde ser convencido por otros de que era un enviado, que prometía un paraíso exclusivo para el placer masculino, presentando a las mujeres como meros objetos sexuales, que no sabía distinguir historia de leyenda, que mató a espada para poder ganar seguidores? ¿Es este un Dios que se corresponde con «el máximo ser concebible»? Definitivamente no. Por todas las razones expuestas, Alá no puede ser el Dios verdadero, el Islam no puede ser la religión verdadera, el Corán no puede ser considerado un libro sagrado y Mahoma no fue nunca ni la sombra de un profeta.
1
San Anselmo de Canterbury, Proslogion, 1078, cp. II.
2
Dante Urbina, ¿Cuál es la religión verdadera? Demostración racional de en cuál Dios se ha revelado, Ed. CreateSpace, Charleston SC, 2018, p. 210.
3
En 1988 Salman Rushdie publicó una novela titulada Los versos satánicos, haciendo referencia a este episodio de la tradición islámica. El ayatolá Jomeyni publicó un decreto para darle muerte a Rushdie y cualquiera relacionada a la publicación del libro, ofreciendo una cuantiosa recompensa por su ejecución.
4
Gerald R. McDermot, Religiones del mundo: una introducción indispensable, Grupo Nelson, Nashville, 2013, p. 108.
5
Gerd Lüdemann. La Resurrección de Cristo (Amherst, NY: Prometheus, 2004), 50.
6
Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, tomo 1, capítulo 16, art. 4
7
Ibid.