por Jonatan Medina

escrito el 2 de Mayo, 2020

Spoiler alert: el siguiente texto revelará algunos puntos importantes de la trama de la película. Quedan advertidos los lectores. Los curiosos pueden obviar este mensaje.

“El amor es lo único que podemos percibir que transciende las dimensiones de tiempo y espacio.”

(Dra. Brand / Anne Hathaway)

En estos días de pandemia, en los que la cuarentena parece habernos puesto a todos un poco más reflexivos, me pareció una buena idea volver a ver Interstellar, una película que nos hace pensar sobre muchas cosas, pero sobre una en especial: la trascendencia del amor. Es verdad que ella tiene lo mejor y lo peor de Christopher Nolan. Lo mejor: esa innegable originalidad para contar sus historias. Lo peor: esa insistencia de pretender presentar como complejo lo que en verdad es simple. Mucho más honestamente complejas, por ejemplo, son los clásicos 2001: odisea del espacio (1968) o Solaris (1972), que también nos hablan sobre los misterios del universo y la vida en el espacio. Pero aquí no voy a hablar de los defectos que podríamos encontrar en Interstellar en tanto experiencia cinematográfica, sino de sus virtudes en tanto experiencia humana. Y es que ahí está su mayor logro: hacer que nos olvidemos de sus errores para cautivarnos con lo que nos está haciendo sentir. ¿No sería ese finalmente el propósito de todo arte? Lo cierto es que mientras la veía nuevamente, no pude evitar pensar en la relación que hay entre el corazón de la película y el corazón mismo del mensaje del Evangelio. No pretendo decir en absoluto que Interstellar tenga un discurso cristiano, sino que me fue inevitable encontrar una estrecha conexión entre la definición del amor según Nolan, y la definición del amor según el cristianismo.
Ambientada en un futuro no muy lejano, Interstellar nos plantea el fin del planeta tierra. Debido a que la vida ya no es posible aquí, un grupo de exploradores, liderados por el granjero y otrora piloto de la NASA Joseph Cooper (Matthew McConaughey) y la científica Amelia Brand (Anne Hathaway), emprende la misión más importante de la historia: viajar más allá de nuestra galaxia para descubrir algún otro planeta que pueda garantizar el futuro de la raza humana. Diez años atrás, ya habían sido enviados doce astronautas voluntarios a doce diferentes planetas con el propósito de que al llegar puedan enviar información sobre la posibilidad de vivir ahí. De todos ellos, solo tres parecen ser los más prometedores. Todos estos años Cooper había estado viviendo una apacible vida de granjero junto a su hija Murphy, quien es tan o más buena que él para las ciencias. Pero cuando descubre lo que está en juego, se verá sumido en una verdadera encrucijada: quedarse junto su hija y esperar el fin de la humanidad, o irse y abandonar a su familia, en búsqueda de este planeta que podría salvarla a ella y la raza humana entera.

Desde aquí, Nolan ya nos plantea su propio apocalipsis. No se trata de salvar el mundo, sino de dejarlo. El futuro de la humanidad no estará más en la tierra, sino en algún otro planeta desconocido. En una conversación con su padre, el mismo Cooper reflexionará: «la humanidad nació en la tierra, pero su destino no es morir aquí». Desde luego, el personaje se está refiriendo a otro planeta y no precisamente a otra dimensión más allá de esta vida; pero, como veremos más adelante, sí a una dimensión todavía no conocida por el hombre. No pude evitar pensar en el mensaje del evangelio cuando nos advierte que estamos en este mundo pero no somos de este mundo. ¿No hacen eco además las palabras de Cristo mismo cuando dijo que no somos de este mundo como él tampoco lo era? (Jn 17, 16). En un sentido, es cierto que con «mundo» Cristo no hablaba del planeta como tal, sino del sistema terrenal, gobernado, mas bien, casi siempre por el mal. Pero en otro sentido, también podríamos decir que sí hablaba de la tierra tal y como la conocemos. C. S. Lewis lo expresa con mejores palabras que las mías: «si encuentro en mí mismo un deseo que nada de este mundo puede satisfacer, la explicación más probable es que fui hecho para otro mundo».

Pero no es particularmente la cosmovisión de Nolan lo que más captó mi atención, sino su teoría del amor. En una famosa escena, en la que el equipo de expedición debe decidir a qué planeta ir, encontraremos resumida la esencia de Interstellar. Como no les queda mucho tiempo ni combustible para explorar cada uno de los planetas posibles, deben resolver si ir al del dr. Mann, una eminencia de la ciencia, o al de Wolf Edmund, un viejo colega de la Dra Brand. Ambos han estado mandando información prometedora desde sus respectivos planetas. Cooper prefiere el de Mann; la Dra. Brand, el de Edmund. Así que lo someterán a votación. Pero hay un pequeño detalle. Ella, la Dra. Brand, está enamorada de Edmund y no tiene reparo en admitirlo. Cooper teme que en vez de un juicio científico objetivo, esa sea su principal motivación. Entonces se produce una conversación que luego vendrá a ser la clave de la película

 Brand: cuando digo que el amor no es algo que hemos inventado, es observable, poderoso…eso debe significar algo.

 

Cooper: el amor tiene significado sí, un uso social, un lazo social, crianza de niños.

 

 

Brand: quizá signifique algo más, algo que aún no podemos entender, tal vez es alguna evidencia, algún artefacto de otra dimensión más alta que no podemos percibir conscientemente. Yo estoy cruzando el universo para ver a alguien que no he visto en una década y que probablemente esté muerto. El amor es la única cosa que podemos percibir y que trasciende dimensiones de tiempo y espacio. Tal vez hay que confiar en eso aunque no podamos entenderlo aún.

La primera vez que escuché estas palabras sinceramente las encontré pretenciosas y hasta cursis, pero luego me di cuenta de que, pese a su impostada envoltura, poseían pura y franca verdad. No sé si Nolan estuvo al tanto de la alta espiritualidad de sus diálogos, pero ciertamente coincide con la definición cristiana del amor. Brand representa la visión cristiana; Cooper, la estrictamente materialista. Para ella el amor es algo real que nos sobrepasa, nos trasciende y que nos lleva a amar incluso a personas que ya se han ido de esta vida. Para Cooper, el amor en sí mismo no existe, sino que es una mera herramienta de convivencia social. Más tarde, se dará cuenta de lo equivocado que estaba: al final de su viaje, atrapado en medio de un agujero negro donde el tiempo parece ser una dimensión física, Cooper descubrirá que la clave de todo, aquello que hará que pueda traspasar el espacio y el tiempo para comunicarse con su hija ya adulta, es precisamente su vínculo de amor con ella. Así, por medio de clave morse, logrará transmitirle la solución al problema gravitatorio que Murphy necesitaba resolver para lograr el éxodo de la humanidad hacia el nuevo planeta. Más allá de todas las explicaciones confusas que da la película, entendemos lo que realmente nos quiere decir: el amor nos salvará de la muerte. ¿Qué tiene que ver esto con el evangelio? Todo. No solo porque de eso mismo se trata la «buena noticia», sino por el papel de Dios en el asunto.
Por definición, Dios es auto subsistente, acto puro —en palabras de Santo Tomás—necesario, inmaterial, causa primera de todas las causas, creador de todo lo conocido. Dios está por encima del tiempo y del espacio que son, más bien, dimensiones propias de la materia. En Él no existe pasado ni futuro, sino aquello que los teólogos han llegado a denominar «el eterno presente». Asimismo, Él excede al universo con todas sus galaxias, pues nada puede contenerlo ni estar por encima de Él porque entonces dejaría de ser Dios. Esta definición no es exclusiva del judeocristianismo, sino que es propia del teísmo en general. De hecho, fue creída por muchos filósofos griegos que eran ciertamente paganos. ¿En qué momento entra en escena, entonces, el Dios cristiano? Con el amor. Dios, ese ser estrictamente espiritual, inmaterial, todopoderoso y omnisciente, en un momento de la historia decidió hacerse hombre para la salvación de los hombres. Por amor. Dios decide encarnarse y morir por la humanidad, motivado por el más puro y alto amor. De hecho, no es preciso decirlo así, pues Él no actuó por amor porque tuviera amor, ni porque lo motivara el amor, sino porque Dios mismo es el amor (I Jn 4, 8). «Dios es amor», frase que hoy se ha convertido en un manoseado cliché para justificar nuestras malicias y abusar del perdón divino, la repetimos sin entender lo que realmente significa: Dios es amor. Esto no lo comprenden musulmanes ni judíos, pues su dios es sobre todo un juez y ahí ha permanecido, pero el Dios cristiano no se ha quedado en su trono para impartir justicia, sino que ha descendido para abrir los brazos con el amor de un padre. Él es la manifestación, la plenitud y la naturaleza misma del amor. Si queremos empezar a definir y entender el amor, deberíamos empezar por Dios, así como si queremos entender mejor un lienzo nos convendría más conocer al pintor.

Y si Dios, que trasciende el tiempo y el espacio, es amor, entonces la Dra. Brand tenía razón. Sin saberlo, cuando hablaba del amor, ella estaba hablando de Dios. En la cosmovisión cristiana, el Amor mismo traspasó el tiempo y el espacio para encarnarse en un hombre. Porque el cristianismo es la religión encarnada y no solo una filosofía espiritual, Dios tuvo que hacerse carne y hueso para mostrarnos —y demostrarnos— su amor. Esa es la paradoja del amor: no procede de la materia pero se hizo materia para manifestarse en su plenitud. Al crearnos, Dios no nos hizo como los ángeles, seres meramente espirituales, sino también carnales. El amor, entonces, se manifiesta en ambos sentidos. Por un lado, es espiritual, inmaterial y nos lleva a nobles actos como el sacrificio y la fidelidad. Pero es también sensorial, corpóreo, pasional, y nos lleva al deseo y la búsqueda de la belleza. Es el mismo amor, manifestado de maneras distintas: el ágape y el eros.

La teología cristiana ha tomado prestado de la filosofía griega estos distintos tipos de amor. Por lo general, se conoce al ágape como el amor que Dios tiene por nosotros, y al eros al amor de tipo sexual que tenemos por nuestra pareja. A menudo muchos filósofos y teólogos han planteado estos conceptos como opuestos o contradictorios. El ágape es ese amor oblativo y desprendido, el amor que desciende de lo divino hacia lo mundano. El eros, en cambioes ese amor demandante, posesivo, que asciende de lo mundano hacia lo divino. Pero como diría Benedicto XVI en su bella encíclica Deus caritas est: «en realidad, eros y agape — amor ascendente y amor descendente — nunca llegan a separarse completamente. Cuanto más encuentran ambos, aunque en diversa medida, la justa unidad en la única realidad del amor, tanto mejor se realiza la verdadera esencia del amor en general». No podría estar más de acuerdo: el eros sin el ágape sería solo hedonista y corpóreo, pero el ágape sin el eros sería solo etéreo, lejano, inalcanzable. Por mucho tiempo se ha acusado al cristianismo de haberle quitado el eros al amor, relegándolo a sinónimo de vicio o de pecado. Pero esta es una acusación que se basa en un malentendido. En cierta medida, ¿no fue por medio del eros que el ágape se hizo manifiesto? Quiero decir, ¿acaso ese amor trascendente, espiritual, todopoderoso e intangible no se convirtió en materia, en carne, en deseo? Así como Dios es dádiva pura por definición, es también agente de demanda. ¿Y qué nos demanda? Lo mismo que nos da: amor. Pero un amor verdadero, no coercitivo, sino libre. «Ama al Señor tu Dios por sobre todas las cosas» era el mandamiento que antes nos obligaba por la ley. Pero ahora, por medio de Cristo, es un mandamiento que fluye por un amor previamente recibido (I Jn 4, 19). No es lo mismo cuando una mujer ama a su esposo porque sabe que así debe hacerlo, a cuando lo hace porque de él recibe amor constantemente. Así, mientras más recibimos de Dios, más irresistible se vuelve el amor, al punto de ya no poder no amar.

Nolan nos habla del amor como «una dimensión más alta que aún no podemos percibir», pero nos invita «a confiar en eso aunque no podamos entenderlo aún». Dios es esa dimensión a la que, mientras estemos en esta tierra, estamos invitados a confiar por la fe. Pero llegará el día, en que la fe ya no será necesaria, y tan solo nos quedará el amor. Porque entonces veremos al Amor tal cual es. Como diría San Pablo: «ahora vemos como por medio de un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de una manera imperfecta; entonces conoceré de la misma manera que Dios me conoce a mí. Tres cosas hay que permanecen: la fe, la esperanza y el amor. Pero la más grande de las tres es el amor» (I Cor 13, 12 -13).

No obstante, mientras peregrinamos por la tierra, Dios nos da y nos seguirá dando manifestaciones sensibles de su amor. Por Cristo, ahora ese amor ha sido materializado. Porque así nos hizo el Creador, tenemos todos esa necesidad de materializar el amor. No puede ser este una realidad exclusiva del alma, sino también del cuerpo. En estos días de confinamiento, esta necesidad se ha hecho más palpable y urgente que nunca. ¿No sabemos acaso del cariño que tenemos por nuestra familia, nuestros amigos, nuestra pareja? Sin embargo, necesitamos un abrazo sentido, unas manos tomadas, una caricia en el pelo, un intenso beso, unas palabras audibles, una mirada a los ojos. La gran mayoría de los «te amo» no son para que los sepamos, sino para que los sintamos. Dios nos ama tanto que no se ha contentado con mostrárnoslo por medio de la creación y del regalo mismo de la vida, sino por medio de nuestros seres más queridos, y también por medio de los más necesitados y de los más indefensos, puesto que ellos reclaman nuestro amor, haciendo que algo en nosotros nos llame a dárselo. Este es finalmente el motor principal en Interstellar: el amor no solo de Cooper hacia su hija, sino del hombre por la humanidad. Por amor a los que sufren o sufrirán, es que Cooper decide emprender el viaje, sabiendo que podría costarle su propia vida. El mismo amor que lo lleva a volver a su hija, es el que al final lo impulsa a ir en rescate de la Dra. Brand que ha quedado atrapada sola en el planeta de un Edmund ya muerto.

Los griegos podrían llamar storge al amor que Cooper siente por su hija, philia al amor que siente por la humanidad y eros al que siente por la Dra. Brand. Pero ahora sabemos que todas estas clases de amor fluyen de una misma Fuente, Fuente que nos trasciende y nos transforma como especie y que, aunque todavía misteriosa, ya podemos percibir y disfrutar verdaderamente. Y si perseveramos en amarla de vuelta, algún día esta fuente saldrá de lo oculto, y podremos verla tal cual es, y nuestros corazones se saciarán al ser poseídos por los brazos mismos del Amor. Entonces se acabará el misterio, se acabará la esperanza y se acabará la fe. Pero hay algo que nunca se acabará, porque si Dios no puede acabarse, tampoco puede acabarse el amor.

por Jonatan Medina

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