
Esperar con María
Esperar con María Por Majo Hoy sábado se siente un silencio especial, como del que intenta comprender lo que acaba de pasar ¿será real? Un
escrito el 2 de Mayo, 2020
Desde aquí, Nolan ya nos plantea su propio apocalipsis. No se trata de salvar el mundo, sino de dejarlo. El futuro de la humanidad no estará más en la tierra, sino en algún otro planeta desconocido. En una conversación con su padre, el mismo Cooper reflexionará: «la humanidad nació en la tierra, pero su destino no es morir aquí». Desde luego, el personaje se está refiriendo a otro planeta y no precisamente a otra dimensión más allá de esta vida; pero, como veremos más adelante, sí a una dimensión todavía no conocida por el hombre. No pude evitar pensar en el mensaje del evangelio cuando nos advierte que estamos en este mundo pero no somos de este mundo. ¿No hacen eco además las palabras de Cristo mismo cuando dijo que no somos de este mundo como él tampoco lo era? (Jn 17, 16). En un sentido, es cierto que con «mundo» Cristo no hablaba del planeta como tal, sino del sistema terrenal, gobernado, mas bien, casi siempre por el mal. Pero en otro sentido, también podríamos decir que sí hablaba de la tierra tal y como la conocemos. C. S. Lewis lo expresa con mejores palabras que las mías: «si encuentro en mí mismo un deseo que nada de este mundo puede satisfacer, la explicación más probable es que fui hecho para otro mundo».
Pero no es particularmente la cosmovisión de Nolan lo que más captó mi atención, sino su teoría del amor. En una famosa escena, en la que el equipo de expedición debe decidir a qué planeta ir, encontraremos resumida la esencia de Interstellar. Como no les queda mucho tiempo ni combustible para explorar cada uno de los planetas posibles, deben resolver si ir al del dr. Mann, una eminencia de la ciencia, o al de Wolf Edmund, un viejo colega de la Dra Brand. Ambos han estado mandando información prometedora desde sus respectivos planetas. Cooper prefiere el de Mann; la Dra. Brand, el de Edmund. Así que lo someterán a votación. Pero hay un pequeño detalle. Ella, la Dra. Brand, está enamorada de Edmund y no tiene reparo en admitirlo. Cooper teme que en vez de un juicio científico objetivo, esa sea su principal motivación. Entonces se produce una conversación que luego vendrá a ser la clave de la película
– Brand: cuando digo que el amor no es algo que hemos inventado, es observable, poderoso…eso debe significar algo.
–Cooper: el amor tiene significado sí, un uso social, un lazo social, crianza de niños.
– Brand: amamos a personas que han muerto, ¿dónde está la utilidad social en eso?
– Cooper: no hay…
– Brand: quizá signifique algo más, algo que aún no podemos entender, tal vez es alguna evidencia, algún artefacto de otra dimensión más alta que no podemos percibir conscientemente. Yo estoy cruzando el universo para ver a alguien que no he visto en una década y que probablemente esté muerto. El amor es la única cosa que podemos percibir y que trasciende dimensiones de tiempo y espacio. Tal vez hay que confiar en eso aunque no podamos entenderlo aún.
Y si Dios, que trasciende el tiempo y el espacio, es amor, entonces la Dra. Brand tenía razón. Sin saberlo, cuando hablaba del amor, ella estaba hablando de Dios. En la cosmovisión cristiana, el Amor mismo traspasó el tiempo y el espacio para encarnarse en un hombre. Porque el cristianismo es la religión encarnada y no solo una filosofía espiritual, Dios tuvo que hacerse carne y hueso para mostrarnos —y demostrarnos— su amor. Esa es la paradoja del amor: no procede de la materia pero se hizo materia para manifestarse en su plenitud. Al crearnos, Dios no nos hizo como los ángeles, seres meramente espirituales, sino también carnales. El amor, entonces, se manifiesta en ambos sentidos. Por un lado, es espiritual, inmaterial y nos lleva a nobles actos como el sacrificio y la fidelidad. Pero es también sensorial, corpóreo, pasional, y nos lleva al deseo y la búsqueda de la belleza. Es el mismo amor, manifestado de maneras distintas: el ágape y el eros.
La teología cristiana ha tomado prestado de la filosofía griega estos distintos tipos de amor. Por lo general, se conoce al ágape como el amor que Dios tiene por nosotros, y al eros al amor de tipo sexual que tenemos por nuestra pareja. A menudo muchos filósofos y teólogos han planteado estos conceptos como opuestos o contradictorios. El ágape es ese amor oblativo y desprendido, el amor que desciende de lo divino hacia lo mundano. El eros, en cambio, es ese amor demandante, posesivo, que asciende de lo mundano hacia lo divino. Pero como diría Benedicto XVI en su bella encíclica Deus caritas est: «en realidad, eros y agape — amor ascendente y amor descendente — nunca llegan a separarse completamente. Cuanto más encuentran ambos, aunque en diversa medida, la justa unidad en la única realidad del amor, tanto mejor se realiza la verdadera esencia del amor en general». No podría estar más de acuerdo: el eros sin el ágape sería solo hedonista y corpóreo, pero el ágape sin el eros sería solo etéreo, lejano, inalcanzable. Por mucho tiempo se ha acusado al cristianismo de haberle quitado el eros al amor, relegándolo a sinónimo de vicio o de pecado. Pero esta es una acusación que se basa en un malentendido. En cierta medida, ¿no fue por medio del eros que el ágape se hizo manifiesto? Quiero decir, ¿acaso ese amor trascendente, espiritual, todopoderoso e intangible no se convirtió en materia, en carne, en deseo? Así como Dios es dádiva pura por definición, es también agente de demanda. ¿Y qué nos demanda? Lo mismo que nos da: amor. Pero un amor verdadero, no coercitivo, sino libre. «Ama al Señor tu Dios por sobre todas las cosas» era el mandamiento que antes nos obligaba por la ley. Pero ahora, por medio de Cristo, es un mandamiento que fluye por un amor previamente recibido (I Jn 4, 19). No es lo mismo cuando una mujer ama a su esposo porque sabe que así debe hacerlo, a cuando lo hace porque de él recibe amor constantemente. Así, mientras más recibimos de Dios, más irresistible se vuelve el amor, al punto de ya no poder no amar.
No obstante, mientras peregrinamos por la tierra, Dios nos da y nos seguirá dando manifestaciones sensibles de su amor. Por Cristo, ahora ese amor ha sido materializado. Porque así nos hizo el Creador, tenemos todos esa necesidad de materializar el amor. No puede ser este una realidad exclusiva del alma, sino también del cuerpo. En estos días de confinamiento, esta necesidad se ha hecho más palpable y urgente que nunca. ¿No sabemos acaso del cariño que tenemos por nuestra familia, nuestros amigos, nuestra pareja? Sin embargo, necesitamos un abrazo sentido, unas manos tomadas, una caricia en el pelo, un intenso beso, unas palabras audibles, una mirada a los ojos. La gran mayoría de los «te amo» no son para que los sepamos, sino para que los sintamos. Dios nos ama tanto que no se ha contentado con mostrárnoslo por medio de la creación y del regalo mismo de la vida, sino por medio de nuestros seres más queridos, y también por medio de los más necesitados y de los más indefensos, puesto que ellos reclaman nuestro amor, haciendo que algo en nosotros nos llame a dárselo. Este es finalmente el motor principal en Interstellar: el amor no solo de Cooper hacia su hija, sino del hombre por la humanidad. Por amor a los que sufren o sufrirán, es que Cooper decide emprender el viaje, sabiendo que podría costarle su propia vida. El mismo amor que lo lleva a volver a su hija, es el que al final lo impulsa a ir en rescate de la Dra. Brand que ha quedado atrapada sola en el planeta de un Edmund ya muerto.
Los griegos podrían llamar storge al amor que Cooper siente por su hija, philia al amor que siente por la humanidad y eros al que siente por la Dra. Brand. Pero ahora sabemos que todas estas clases de amor fluyen de una misma Fuente, Fuente que nos trasciende y nos transforma como especie y que, aunque todavía misteriosa, ya podemos percibir y disfrutar verdaderamente. Y si perseveramos en amarla de vuelta, algún día esta fuente saldrá de lo oculto, y podremos verla tal cual es, y nuestros corazones se saciarán al ser poseídos por los brazos mismos del Amor. Entonces se acabará el misterio, se acabará la esperanza y se acabará la fe. Pero hay algo que nunca se acabará, porque si Dios no puede acabarse, tampoco puede acabarse el amor.
por Jonatan Medina
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